domingo, 20 de febrero de 2011

Historias de Conventillo

HISTORIAS DE CONVENTILLO

Historias
de
Conventillo





Dedicado con todo amor a José ‘Pepe’ Berg, mi esposo, que siempre me alienta para seguir escribiendo
Sara Garfinkel


Mar del Plata, 2010

Título de la obra: “Historias de Conventillo”




Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.-
ISBN en trámite.-


Indice


Pág.
Índice 4
Prólogo 7
Mitre y Belgrano 9
Azucena 13
Purrín 19
Tulo Tulaso 25
La Chola 28
Don Carmelo 32
Don Iñaki 35
Américo 40
El boxeador electricista 44
Las Lavanderas 52
El Turco y el Ruso 57



Prólogo



Gracias a escritores como Alberto Vaccarezza, Manuel Gálvez y otros, siempre se asocia la palabra conventillo con la ciudad de Buenos Aires. Los que hemos nacido tan distante de barrios porteños como San Telmo, Villa Crespo o La Boca, entre otros, y tan lejos en el tiempo del apogeo de esas viviendas colectivas, podemos contar ahora, ya en la primera década del siglo XXI, ciertas historias calientes del caldero marplatense que tuvieron epicentro en una de esas casas de vecindad conocida como “conventillo”. Según la definición de “conventillo” que da el joven Diccionario del habla de los Argentinos, editado por Espasa-Planeta, (año 2004 – p. 251) Conventillo es “Casa antigua en general con varios patios o con un gran patio interior, cuyas habitaciones se alquilaban a numerosas familias que compartían normalmente el baño y la cocina”.

En el ideario popular desde el punto de vista edilicio el conventillo da la idea de un tipo de vivienda colectiva para personas de escasos recursos. El amontonamiento sin orden de grupos étnicos, que habían perdido los vínculos afectivos o culturales con su país y familias, con personas nativas del terruño dio origen a una colectividad muy “sui-generis” aunque ejemplar en muchos sentidos. Especialmente en el sentido comunitario y solidario, porque en esa confusión de razas, credos, idiomas y costumbres sin orden ni método nadie estaba completamente solo. Enfermos, ancianos, huérfanos, todos por igual eran cuidados y protegidos. La solidaridad estaba en ver que a nadie le faltara de comer o el remedio necesario o la palabra de aliento. Además todos tenían, hacia esa casona vieja en donde se compartía el baño, la cocina y el patio, un sentido de ser parte de una familia numerosa viviendo en un hogar común. Aunque en esa colmena heterogénea no faltaban las noticias verdaderas o falsas ni los comentarios malintencionados que terminaban, muchas veces, indisponiendo a unos contra otros. De ahí el nacimiento de la palabra “conventillear”, que expresa la idea de chismorrear.










Mitre y Belgrano

En Mar del Plata hubo muchos conventillos. Largo sería narrar las situaciones acaecidas en cada uno de ellos. Además no es idea cansar al lector con narraciones de situaciones que realmente serían repetitivas como repetitivas son las acciones y reacciones del ser humano. Por eso, está la decisión de narrar el conjunto de factores o circunstancias que afectaron a un grupo de personas en un determinado momento en un determinado sitio. Este sitio era una vivienda colectiva marplatense que se levantaba en lo que hoy es pleno centro de la ciudad. Sus frentes daban por dos calles, las que recuerdan el nombre de dos patriotas argentinos, no contemporáneos pero trascendentales en la historia de nuestro país: Belgrano y Mitre.
No era necesario ni el número de la puerta de entrada a la casa ni el nombre de las calles para identificar la locación del conventillo, morada de los personajes, verídicos tanto y cuanto a sus existencias, como a los sucesos prósperos y adversos que enfrentaron en sus vidas. Era fácil ubicarlo con sólo nombrarlo como el conventillo del “Bar de Constante”. Este bar, del que hablaremos renglones abajo, era un referente famoso por los parroquianos que a él concurrían.

La entrada a la casona colectiva se abría sobre la calle Mitre en un portón doble, a guisa de puerta cancel, que daba acceso a un patio enorme. A la derecha, a algunos metros del portón, se levantaba una higuera gigante que apoyaba su rugoso tronco contra la pared mientras que sus ramas cruzaban el grueso muro que daba hacia la calle, para regocijo de los pibes quienes devoraban las blandas y dulzonas brevas que colgaban de ellas.
A metros de la entrada, en medio del patio - que como ya dijimos era de grandes proporciones - estaban los baños y las duchas. La batería de duchas era a la derecha para las mujeres y a la izquierda para los hombres; los baños seguían esa misma distribución. Por supuesto que toda el agua que corría por las cañerías era fría. ¡Se tirita sólo al pensar lo que habrá sido transitar por allí para ir al baño en las noches de invierno, tan severas en Mar del Plata!
A un costado, en el medio de la galería, estaban los tres piletones donde las familias lavaban la ropa. La suya y la de afuera, en muchos casos. Estaba prohibido colgar la ropa recién lavada en el patio de abajo. Ese menester se llevaba a cabo en los pasillos de la planta baja y en la pasarela del primer piso; a tal efecto, delante de la puerta de cada habitación, entre las columnas de material que sostenían la pasarela superior y los soportes que aguantaban el tinglado que servía de techo a la galería, se habían fijado unos alambres que servían para tender las húmedas prendas correspondientes a quienes ocupaban dichas piezas.
La edificación era de dos plantas. En la planta baja había más habitaciones que en la superior. Todas las habitaciones estaban unas al lado de las otras, las de abajo cada una con su puerta hacia la galería, las de arriba con sus aberturas hacia la pasarela de madera, que servía de techo a la galería. A estas habitaciones se accedía por una escalera también de madera. Los techos de las habitaciones del primer piso eran de chapa y madera. Ninguna de ellas tenía ventanas a la calle. Estas salas, así podríamos llamarlas por sus generosas dimensiones, circundaban al patio en tres de sus lados. Al final de una de las galerías una de las habitaciones servía de cocina común para todos los habitantes de la vecindad. La nota de color la daban los pajaritos propiedad de don Iñaki, uno de los residentes más antiguos de la casona, quien los cuidaba con amor de padre y mimo de abuelo. Para ellos había comprado un jaulón que colocó en un lugar estratégico del gran patio. Era lógico su esmero hacia su alada prole de canto grato y melodioso, porque a don Iñaki, que siempre vivió solo, no se le conocía familia alguna.

En chaflán, a modo de esquina de esa casa de inquilinato, se abrían las puertas del “Bar de Constante”, mezcla de comedero, despacho de bebidas y almacén de alimentos muy elementales como azúcar, yerba, algún que otro fiambre, café y, si había, algo de harina y fariña. El boliche estaba integrado a la edificación de esa casona que, con toda seguridad, había visto tiempos mejores. No todos los que frecuentaban el mostrador de Constante vivían en el conventillo, pero todos los habitantes de esa casa colectiva siempre, por algún que otro motivo, daban vueltas por el comercio dedicado al despacho y consumo de bebidas y comestibles. Por ello, esa taberna era de tremenda importancia en el entrecruce de ideas, sentimientos, opiniones, religiones, idiomas y costumbres que a diario sucedían entre sus visitantes. El dueño del lugar, Constante, reinaba en el sitio desde su trono, especie de mesa cerrada de madera pintada en su alzada y recubierta de estaño en la superficie superior, donde el tabernario soberano, en su calidad de autoridad suprema e independiente, atendía y despachaba los pedidos de sus clientes. En ese lugar la convivencia sin discriminación se ejercitaba con toda naturalidad. Si bien no había notables diferencias en las escalas sociales de las personas, éstas convivían sin supeditar sus valores morales ni sus identidades. Todos conocían horarios y costumbres de cada uno. Todos estaban involucrados en la causa común y hablaban de su domicilio con un sentido de pertenencia, de hogar comunitario y de ser miembro de una familia grande.

Evocaremos en estas páginas, no sin cierta tristeza melancólica, el recuerdo de la vida simple, dura, eso sí, pero dichosa de esas personas que tuvieron tantos aspectos positivos que dieron sentido a sus vidas Ellos llegaron, a su modo, a saber el por qué y el para qué de sus existencias, de su vivir cotidiano. Sin saberlo fueron felices porque, a pesar de los más y los menos que todos los seres humanos tenemos en nuestros destinos, ellos conocieron el sentido de sus vidas. Desde los nacimientos, pasando por los bautizos, cumpleaños, casamientos, todo se celebraba en el patio del conventillo. ¡Ni hablar del 25 de mayo o el 9 de julio o de las fiestas de Navidad y Año Nuevo! Además se celebraban todos los años nuevos de todos los que profesaban otra fe que no la católica. Todas eran lo que llamaríamos fiestas de la vecindad antes que de la familia.







Azucena

La Pitonisa, Sacerdotisa de Apolo, (daba los oráculos en el templo de Delfos
sentada en el trípode)

Azucena, Sacerdotisa del Conventillo, (daba los oráculos en su pieza del conventillo
sentada en un banquito prestado)

Don Eladio y don Iñaki habían vivido en el conventillo desde siempre. Ocupaban piezas contiguas. A pesar de sus diferentes caracteres ambos hombres habían sido amigos desde su juventud. Don Eladio, más criollo que el asado con cuero, había sido hasta bien entrado en la madurez un eterno mujeriego. Don Iñaki por el contrario, era un vasco enrevesado, mal llevado y misógino para más datos. El afecto personal entre ambos se había fortalecido con el trato y con el tiempo. También con el tiempo se ganaron el tratamiento de respeto, que se antepone a los nombres masculinos de pila, y comenzaron a ser llamados Don Eladio y Don Iñaki.

Pero siempre el diablo mete la cola cuando encuentra la oportunidad de hacerlo. Don Eladio, que había vivido todas sus aventuras “Casanovescas” lejos de su hábitat, porque su lema era “donde se come no se c…”, se dio cuenta que ya estaba más cerca de los setenta que de los sesenta. Una mañana, antes de vestirse, se plantó en cueros delante del espejo del ropero que ocupaba gran parte de su pieza y se miró de frente, luego de costado, otra vez de frente para girar hacia el costado contrario al que ya había observado… y no le gustó nada lo que vio. A su orgullo de macho cabrío le costó mucho aceptar que veía lo que ya hacía tiempo sabía que estaba caído.
Tuvo miedo de ser uno de esos que ni de viejos cambian y de quedar sólo para siempre. Se percató de que sus mañas de conquistar fácilmente con la palabra no tendrían el apoyo de su habilidad sexual. A regañadientes aceptó que ya no le daba el cuero porque se estaba volviendo viejo.

Un día, por primera vez, en todos los años de vivir en el conventillo, don Eladio trajo del brazo a una mujer. Rubia oxigenada, cuarentona, algo entradita en carnes. La presentó como Azucena, una amiga del alma (“de la cama” cuchichearon las damas domiciliadas en la casa colectiva). En un par de días ya se sabía que don Eladio había conocido a su “amiga del alma” en una casa non santa de la calle Don Bosco, cerca de la estación de trenes. La pareja vivió su relación como pudo. Ambos cambiaron sus rutinas de vida pero no pudieron en tan poco tiempo modificar sus personalidades. Azucena no encajaba en el típico rol de ama de casa y don Eladio, hombre tan dado a mujeres, no tenía la menor idea de cómo llevar adelante una relación fija con una sola persona de sexo femenino y, para colmo, con “cama adentro”. Además la intromisión de la rubicunda fémina en la vida de los dos sexagenarios amigos provocó el quiebre de la relación de amistad entre ambos.

Así como todo en la vida tiene una duración finita, la vida de don Eladio también. “Cuando quiso sentar cabeza se le encabritó el corazón”, se lamentaba don Iñaki. “Lo que pasó es que el finado, como no podía con la rubia, estaba tomando unos yuyos que le trajeron del campo y no le aguantó el ‘bobo’”, diagnosticaron las vecinas del lugar. Lo cierto es que Don Eladio la dejó sola, sin un peso y sin esperanzas de encontrar un reemplazante, debido a lo baqueteada que ya estaba Azucena cuando el finado la trajo a vivir al conventillo y lo arruinada que la dejó antes de morirse. Aunque inesperado, el deceso del hombre no produjo en ella ningún signo de pesadumbre ni de aflicción. Más bien fue un alivio para la mujer que ya estaba cansada de las golpizas que recibía del ahora occiso, cada vez que éste volvía algo chispeado del boliche de Constante. Es que la única manera en que el setentón podía demostrar su hombría a la mujer era moliéndola a palos.

El luto le duró a Azucena lo que los magros pesos del viejo le duraron en su cartera. Como no era mujer de amilanarse pensó que una buena forma de ganar fácilmente dinero era esquilmando a aquéllos que no eran tan avispados. Así rastreó en su memoria situaciones que había conocido cuando vivía con su abuela, una zingara que se las sabía todas, y decidió usufructuar el arte de adivinar que como herencia le había dejado la anciana.
Diligentemente emprendió con resolución el comienzo de su trabajo. Escribió varios papeles que repartió entre los negocios del barrio, contando con la buena voluntad de los dueños de esos negocios para que la oferta de sus servicios fuese exhibida en las vidrieras de los mismos. Sin haber hecho un curso de Prensa y Propaganda, Azucena demostró que podía ser muy buena publicitando su capacidad profesional:

Azucena
Por su poder magnético con las barajas españolas ofrece

“SALUD, FORTUNA, AMOR, DICHA”
Para el hombre, la mujer, la señorita

Uniones de pareja, problemas en separaciones, problemas de malos tratos.
(en este punto, por su experiencia personal, ella era idónea en la materia).

Que vuelva tu pareja, para que nunca se aleje de tu lado. Recupera tu felicidad como muchos de mis clientes que ya obtuvieron lo que deseaban.
(esta mentira oficiosa era necesaria para justificar una larga experiencia en este negocio que ella recién empezaba).


Empezó armando su gabinete adivinatorio en un rincón de la pieza que había compartido con don Eladio. Una mesita redonda, sobre la cual puso una colcha vieja de color rojo subido, tirando a violado. Sin saberlo, el color del trapo elegido coincidía con el tinte que en la antigüedad usaban los sumos sacerdotes. Una silla más o menos decente para sus “clientes” y un banquito medio destartalado para ella. Estas piezas de mobiliario se las prestó el griego Constante, dueño del boliche que funcionaba en el local que era parte del edificio del conventillo y que daba por las dos esquinas. Un velador cuya pantalla atenuaba aún más la luz mortecina de la lamparilla que cubría. Y lo indispensable: un mazo de naipes españoles.

Azucena toma su tarea con tanto fervor que ella misma cree ser descendiente directa de la sacerdotisa de Apolo, aquélla que daba los oráculos en el templo de Delfos sentada en el trípode. Todos los días la rutina de trabajo de Azucena comienza cuando ella pone un vaso de agua sobre la mesa porque dice – de tanto decirlo ya debe creerlo – que el agua es conductora de energía. Luego prende una vela para que la luz espiritual guíe sus presagios. Toma el mazo de naipes y se sienta a esperar a sus clientes del día. Mientras espera pide al Guía Espiritual de turno – porque Azucena es muy voluble e inconstante con sus Guías espirituales – que la premie con la visita de muchas personas que necesiten de su adivinación de las cosas futuras por medio de sus naipes. En verdad lo que ella busca no es la felicidad de los incautos que la visitan sino su bienestar personal. Es que ella no cobra por sus servicios. Toda paga que recibe es a voluntad de la persona que utiliza los mismos.

Pronto comienza un desfile de personas de ambos sexos con la más variada retahíla de problemas, tal como ¿Me engaña?... ¿Estará con otra?... ¿Tendremos hijos?...¿Como irá mi nuevo negocio?... ¿Se curará mi madre de su enfermedad?...¿Venderé pronto mi casa?... ¿Volverá la persona que amo a mi lado?

Cualquiera sea la pregunta, cualquiera sea el incauto que la hace, la respuesta de la improvisada Pitonisa es la misma. Le aconseja que respire hondo y que esté tranquilo antes de darle el mazo de naipes para que lo parta en tres montones diciendo que cada uno es para si mismo, para su casa y su familia y para su futuro.
Luego, por las dudas, si las respuestas dadas por ella no son del agrado del consultante, le dice que el poder no está en las cartas sino en la persona misma. Mezcla las cartas nuevamente, las divide en tres grupos y las pone cara abajo, de modo que puedan ser vistas por la adivinadora y el adivinado sólo cuando aquéllas sean dadas vuelta. Además advierte que siempre hay que tener en cuenta que si la carta tarda en salir, el hecho que anuncia también se retrasará.
Así, en una sucesión sin solución de continuidad comienzan a aparecer oros, copas, bastos, espadas, al derecho o al revés, números mezclados con figuras, figuras de buen agüero, otras no tanto. Azucena deja volar su imaginación, dice lo primero que se le ocurre, rupturas, festejos, éxitos, fracasos, enfrentamientos. Todo lo que le viene a la cabeza sale por sus labios.
Día a día va llenando su hucha hasta que… un día los consejos a una de sus más asiduas clientas de cuidar el amor de su marido, de vigilar sus pasos para conservar el amor del hombre y tener una y larga y feliz vida conyugal, se tornan premonitores cuando el marido abandona a la mujer por otra señorita más joven y agraciada. La esposa abandonada descarga su rabia haciéndole un escándalo al marido infiel en su lugar de trabajo. La mujer llora, manifiesta en voz alta con vehemencia su sentimiento de mujer despreciada y vilipendiada, se desmaya y entre tantos gritos histéricos menciona el nombre de la vidente que le había vaticinado el triste final de su matrimonio.
Lo que Azucena no pudo vaticinar fue el funesto desenlace de su próspero consultorio adivinatorio. El lugar de trabajo del esposo infiel es la oficina principal de una seccional de policía. Hoy en día Azucena sólo maneja las cartas de correo que reciben las compañeras de su nuevo domicilio: un calabozo de la seccional del barrio...


Purrín

Purrín tiene doce años. Su nombre de pila es Salvatore, pero todos – menos sus padres - lo llaman Purrín porque una verruguita sanguínea, de forma piramidal redondeada e invertida, cuelga del lóbulo de su oreja derecha cual una frutilla roja de suave piel.
Es travieso, muy travieso. Desobediente con su madre y obediente con su padre no “por razones de fuerza mayor” sino por “razones de fuerza del mayor”, quien revoleando su cinturón ante cada retobo del mocoso impone orden y consigue la obediencia del díscolo niño.

Filomena es la “vieja” del pibe. Es una mujer relativamente joven pero ya gastada por los avatares de la vida. Una vida que, desde que nació, no le ha sido fácil. Los sucesivos embarazos han engordado su cuerpo, encanecido sus cabellos y encallecido sus manos. Peppino, su marido, es un buen hombre. Muy trabajador, tozudo y severo. Apenas se casaron en su pueblo ambos decidieron partir desde su Génova natal para buscar una mejor vida en la Argentina. Recalaron en nuestra ciudad porque acá ya estaban muchos de sus paisanos trabajando en el puerto y Peppino sería uno más entre ellos. Es que la existencia de Peppino, como la de muchos genoveses, comenzó al lado del mar y estuvo desde siempre unida al puerto y a las actividades marineras.

Purrín es el cuarto de los seis ciudadanos argentinos que la prolífica pareja dio a luz en casi dieciocho años de feliz matrimonio. Si bien la felicidad habita en las dos piezas, que Peppino tuvo que alquilar en el conventillo para albergar a su mixta prole, la holganza económica brilla por su ausencia.

Mauricio y Albertino, sus dos hermanos mayores ya trabajan en el puerto. Pina, la que les sigue es aprendiza en el taller de costura de Doña Maruca. Salvatore (Purrín) todavía va al colegio. Recién está en cuarto grado y no hay ninguna seguridad de que no lo repita otra vez. Por último, María y Ginetta son las pequeñas que, por ahora, van a la escuela y que, seguramente, llegarán a sexto grado antes que Purrín.

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Un día en la vida de Purrín es igual a todos los días de su vida. Su único placer es jugar al fútbol.

-“Salvatore, vení qui che dovete andare a scuola”
-“Non codere mamma, ¿non vedi che sto giocando a calcio?”

-“Salvatore, figlio da puta, lascia la palla e andare a scuola. Sarai un asino. Basta saper calciare come un mulo. Farabutto.”
-“Va fangulo vecchia. Vai alla cuccina e non cazzo”
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Las faltas al colegio son tantas que Filomena no las puede ocultar a su marido. Peppino, bastante enojado, sentado sobre un banco que está en un rincón del enorme patio del conventillo lo llama al malmandado y lo increpa

-“Lo ho mangiato, si, ¡e’te garantisco que no lo poeto digierire! ¡Mascalzone! La povera mamma non puó esere ma la sunsa. ¿Perque tu non vai a scuola?”

El niño le contesta que no tiene tiempo para ir al colegio porque acaba de formar un equipo de fútbol con un grupo de amigos. El es el capitán y tiene que manejar a los jugadores.

-“Porca Miseria, tua madre ha ragione, sei uno sciocco. Lei mi dice e io devo sfidare te”.

Purrín trata de contemporizar con su progenitor. Le explica que su presencia en el equipo es re-contra-importante. Si ya sabe leer y escribir no sabe por que tenga que ir al colegio.

Peppino aconseja al hijo:

… - “Non parlare piú perché tu va mangiare una racioncita di gnocchi ma’ senza salsa…”

…-“Domani sarai un pazzo se non andare a scuola… pigro, inutile…”

Pero la reconvención del padre cae en saco roto porque su hijo concibe el tiempo solamente relacionado al presente. Purrín no es capaz de contemplar mentalmente el pasado ni el futuro. Tiene una dimensión única del tiempo: el hoy. Por eso trata de convencer a su más cercano pariente masculino en línea recta ascendente diciéndole que él no es ningún vago ni un inútil porque él juega al fútbol.
Purrín le puede probar a su viejo que puede jugar, que va a golear y gracias a él el equipo será campeón.

- “Lei ha rubato metà della sua povera mamma. ¿Per che cosa? Per fare un pallone da calcio”.

-“Y si... le metí papel y trapos, la até muy bien y así jugamos con los muchachos en la calle”. El Beto, el hijo del carbonero, tiene una pelota de verdad. Solo la trae los domingos cuando él juega”.

-“Perché il Beto non è un barbone inutile pigro come te”.” Gli studi per tutta la settimana e giocare Domenica”

-“Por una vez véame uste´patear, viejo, Ya va a ver como soy el mejor, como voy a golear y va a sentir como la hinchada no va a parar de cantar el nombre de su hijo”

El buen tano mira al díscolo descendiente. Su mirada es dura y su voz es más ronca que de costumbre.

-“Lasciare la palla, prendi i libri che non mordono. Ma se non si vuole studiare, mascalzone, andare al porto a lavorare con i suoi fratelli”

Purrín no advierte que la reunión entre padre e hijo ha alcanzado su clímax. Entusiasmado por el espejismo de su futuro de crack futbolístico en los potreros marplatenses, insiste en tratar de convencer a su padre, sin advertir que éste está en plena operación de desprender el cinturón que le sujeta el pantalón a su cintura. Por eso, mientras el de la oreja afrutillada sigue con sus argumentos persuasivos el veterano genovés va liberando su cinto de las presillas que lo mantienen en su lugar.

-“ Sabe viejo… cuando me pasan la pelota yo tiró una pared a mi compañero y cuando éste me la devuelve sigo corriendo, gambeteo a uno, a otro, a otro y al final me pongo loco, hago el gol, todos gritan mi nombre y la hinchada hace una avalancha….”

Peppino, que de fútbol sólo sabe que la pelota es redonda, se transforma como por arte de magia de padre en referí. No trabaja ni con la tarjeta amarilla ni con la roja. Peppino es un referí que impone orden con la lonja de cuero. Este partido se está jugando en una cancha de piso embaldosado. No hay no zonas de arcos ni áreas demarcadas. Pero no importa. El jugador estrella está arrinconado en una de las esquinas del corner. El árbitro, cinturón en mano, está aplicando cabalmente el reglamento de acuerdo al criterio que le confiere su autoridad paterna.
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A partir de mañana Filomena no saldrá más a la puerta del conventillo, en chancletas y vestida de entrecasa. Ya no se oirán más sus llamadas cotidianas
-“Salvatore, vení qui che dovete andare a scuola”

-“Salvatore, figlio da puta, lascia la palla e andare a scuola. Sarai un asino. Basta saper calciare come un mulo. Farabutto.”

Es que Purrín irá al colegio sin necesidad de ser convocado. El fútbol perdió un crack. La escuela recuperó un alumno – no muy brillante pero alumno al final. Y el padre sabe que dejará al país que lo cobijó un ciudadano que será en el futuro un hombre de trabajo y de bien, que es lo único que importa en la vida.

No tendrá nada que ver que este ciudadano haya nacido, crecido y comenzado su vida útil en un conventillo marplatense. Cuando dentro de este crisol de razas se coloca buena materia prima y se la sabe trabajar con honestidad y buenos consejos siempre se obtienen resultados positivos.

Purrín no sabía en ese entonces que gracias a los ‘rebencazos’ de ese buen tano y las reprimendas de doña Filomena llegaría a ser el próspero industrial del presente.








Tulo Tulaso

Su prontuario era frondoso. Tulo era quinielero de oficio (el boliche del griego Constante era su oficina de trabajo) y ladrón en sus ratos libres, que eran muchos cuando no estaba demorado por la policía. Se vanagloriaba de haber dejado impresa su firma – Tulo Tulaso - en las paredes de las celdas de todas las comisarías de la ciudad de Mar del Plata en las cuales había estado alojado temporalmente.
Sus “non santas” actividades delictivas, que practicaba habitualmente con relevante capacidad y aplicación, habían comenzado en forma efectiva apenas cumplido su servicio militar. Morocho, alto, bien entrazado, era un buen amigo de sus amigos, cuidaba que a los pibes del barrio no les sucediese nada malo y era el mejor hijo que cualquier madre hubiese podido tener. Adoraba a su ‘vieja’. No le hacía faltar nada y justificaba su billetera, casi siempre abultada, diciéndole a su mamá que había sido probado como arquero para un club de fútbol marplatense y obtenido el puesto. Que fue probado, era verdad. Que lo habían seleccionado para jugar en el arco, también era cierto pero… nunca le dijo que no había sido convocado por su afición a la bebida, cosa que la mamá ignoraba y él no tenía el menor deseo de confesárselo.

Un día apareció en el conventillo un joven matrimonio oriundo de la provincia de Santiago del Estero. El marido, Carlos, era carpintero y la esposa, María, maestra primaria. Ella era muy culta y él muy trabajador. Fueron muy felices. Lamentablemente Carlos falleció muy joven y María no pudo superar su pérdida.
Perdió su puesto y su vida se arruinó. No conseguía trabajo. Al no poder pagar el alquiler de la pieza tuvo que dejar el conventillo y empezó a vagar por las calles como un linyera.
Cuando estaba sobria se acercaban los chicos y la escuchaban hablar sobre las materias que había enseñado en su ejercicio de la docencia.
Ella sabía mucho pero cuando bebía se ponía violenta y su lenguaje se tornaba soez. Juntando las monedas que conseguía pidiendo por las calles pagaba su comida diaria en el almacén del griego Constante. En esa mezcla de almacen, despacho de bebidas y comedero siempre tenía asilo.

En ese comedero fue donde Tulo y María se hicieron amigos. Un mediodía de invierno, de mucho frío y lluvia torrencial, Tulo entró al boliche. No había mesa libre. Se acercó a ella y le preguntó “¿Hola, puedo sentarme acá?”
María asintió con un leve movimiento de cabeza y él, mientras acomodaba la silla al lado de la mujer, se presentó lacónicamente “Yo soy el Tulo, ¿te acordás de mi?”
Comieron en silencio y cada uno continuó con lo suyo. Se inició entre ellos una amistad que duró bastante tiempo. El seguía con su oficio y ella con su vida de siempre.

Cuando Tulo se enteró que María dormía donde la sorprendía la noche, en un zaguán, en la sala de espera de la estación de trenes, a veces en el vestíbulo de un hotelucho de cuarta, le ofreció ir a vivir a la casa de su madre, a la que le había comprado la vivienda con el fruto de su “trabajo”. Ella no aceptó. Le contestó que no; no quería molestar a la señora en su intimidad por el momento, quizá con el tiempo podía ser.

En una noche de tormenta, apenas cubierta con una manta raída Maria dormía una borrachera pesada y no sintió que el agua la estaba empapando desde los pies a la cabeza. La neumonía no tardó en llegar a ser pulmonía y nadie, menos ella, se preocupó en llevarla al hospital. La muerte no se hizo esperar. El último lugar de descanso de la pobre mujer fue una fosa común en el cementerio marplatense.

Cuando esto pasó, el Tulo estaba preso. Ya en libertad, e ignorante de esta situación, fue a buscar a María con la idea de convencerla para ir a vivir con su madre. Constante le contó sobre el triste fin de María. Tulo terminó su copita de grappa y salió del boliche.

No lo volvieron a ver más.









La Chola


En el conventillo nadie pudo entender como la Chola y el Negro se casaron con libreta y todo.
La Chola siempre decía que todos los solteros de la ciudad eran poco para ella. Por eso fue extraño que de repente se contentara con uno solo. Además el Negro no era un mozo de gallarda presencia. Su aversión al trabajo era similar a su rechazo hacia cualquier mujer cuando relacionarse con ésta significase un trabajo físico más allá de su voluntad. Y la voluntad del Negro hacia el trabajo era tan nula que era capaz hasta de no tomar mate por no encender el calentador Primus.

La cosa es que con el casamiento de La Chola, el Negro ingresó al conventillo. Como la pieza de adelante ya estaba colmada por el padre, la madre, varios hijos – la Chola entre éstos – y un tío abuelo, el Negro no tuvo más remedio que alquilar el espacio entre tabiques que estaba al lado del baño, para instalar su nido de amor. Contra todo pronóstico había pasado más de un año después del casamiento y todo parecía estar bien entre ellos. En verano la vida diurna de la pareja transcurría en el patio común del conventillo. En invierno y en los días lluviosos las actividades del matrimonio se trasladaban a un rincón de la cocina. Es que su pieza, a más de ser tan pequeña y oscura, estaba sin orden y sin limpieza. La Chola usaba todo su tiempo en tratar de generar un ingreso económico para su hogar. Por supuesto, de la pareja la que trabajaba era la Chola. Lavaba y planchaba ropa para afuera. Hacía los mandados – cuando tenía plata para hacerlos, y cocinaba. Tomaba el mate que, entre fregada de ropa y planchada de sábanas, le cebaba el Negro. Cebar mate era el trabajo más pesado que hacía el marido.

Un domingo a la mañana después de tomar mate y comer alguna galleta de campo del día anterior, La Chola salió para el chalet de una de las familias adineradas de la ciudad. Llevaba consigo un atado de ropa lavada y planchada. A mitad de subir la loma de la avenida Colón se encontró con Agustín, un antiguo pretendiente suyo. Agustín la vio y sintió otra vez ese deseo de estar con ella, como antes de que el Negro se cruzara en su camino. Pensó que la Chola estaba más linda que nunca; tenía como un aspecto redondo, satisfecho, de mujer completa. Empezó el requiebro y creció su deseo de tener otra vez relaciones amorosas con ella. Que le dijo, que le prometió, como la convenció… nunca se supo.

El Negro vio que pasaba la hora del almuerzo y la Chola aún no había regresado. Llegó la tarde, luego la noche y sin noticias de ella. El churrasco quedó sobre la parrilla al lado del calentador, el que sólo funcionó para calentar varias pavas con agua para otras tantas cebaduras. Cebaduras que llenaron de agua la panza del Negro. A la semana de esperar, cuando ya no tenía ni “yerba de ayer secándose al sol”, el Negro salió a buscar alguna changa. A nadie pareció importarle la ausencia de la Chola. Sus familiares políticos y los demás co-habitantes del conventillo decían que era cantado que a la larga ella lo iba a dejar “por marmota y por sebón”. Cuando tenía unos pesos en su bolsillo el Negro tomaba menos mate y más caña. Se había hecho habitué al boliche que en la pieza de la esquina, esa que era más grande porque daba por dos calles y tenía dos ventanas muy grandes, había armado el griego Constante. Cuando sólo tenía pelusa en el forro del mismo bolsillo, el Negro volvía al mate. Solía tomar entre cinco y seis litros de mate amargo por día.

Después de ocho meses de esperar en vano, si alguien la preguntaba por la Chola decía que la mujer era un bicho raro y que ella no se había ido por culpa de él. Había poco trabajo en la ciudad. Al conventillo no llegaban directamente las noticias del debacle financiero y económico que el mundo estaba afrontando en ese maldito año 29, pero la crisis se sentía en esa cartujilla citadina. El Negro debía como 6 meses de alquiler. Si bien él no era el único moroso, su pieza estaba más sucia y hedionda que de costumbre. Por eso, ante la protesta de las mujeres en especial, el encargado del conventillo le llamó varias veces la atención. La disyuntiva fue terminante: O le pagaba el alquiler y acomodaba y limpiaba sus cosas o lo echaba a la calle. Resignado a vivir sin mujer y a su aire, el Negro pensó seriamente en irse, no sólo porque no podía pagar el alquiler sino porque no estaba dispuesto a trabajar poniendo en orden el basurero que era su pieza.

El Negro está dándole bomba al Primus para otra cebadura cuando siente a sus espaldas una voz de mujer que lo saluda con un “Buenas tardes”. Él le contesta “Buenas tardes” sin dar vuelta la cabeza, porque estaba muy ocupado poniendo yerba dentro del mate. La Chola se acerca a la mesa donde el hombre está en plena operación matera, él la mira, le pasa el mate para que ella, como siempre lo había hecho, voltee la calabaza para quitarle polvillo a la yerba antes de introducirle la bombilla de lata, que ya está negra de tanto trasvasar la verde bebedera. La Chola le entrega el mate armado, el Negro lo llena de agua calentita y se lo da diciéndole “Metéle” mientras la mira fijo a los ojos. Y así empieza una ronda de cebadas hasta que comienza a oscurecer. El Negro apaga el calentador, deja la pava, el mate y la bombilla sobre la mesa y le pregunta, medio en invitación, medio en orden que si se acuestan. Ella le devuelve la mirada y acepta. No hay una pregunta, no hay un reproche, no hay una queja. Hay un reencuentro de amor en una pieza hedionda, casi un basural, entre una mujer y un hombre que seguirán viviendo como siempre.







Don Carmelo


Don Carmelo iba siempre vestido de traje oscuro de tres piezas, a saber pantalón, saco y chaleco. Siempre llevaba una corbata negra que adornaba su camisa - más gris que blanca por los constantes lavados- y resaltaba lo mal planchado del cuello de ésta. Cubría su cabeza un sombrero, negro también, que hacía marco a su rubicunda cara de próspero propietario de varios inmuebles de la ciudad de Mar del Plata. Se decía que el conventillo, epicentro de nuestras historias, era también de su propiedad. Como nunca nadie trató al dueño del lugar, ya que los alquileres eran abonados al encargado del mismo, ninguna vez se pudo dar por cierta esa habladuría. También se decía que el italiano era prestamista pero se decía, no más. Lo que si era cierto era la asidua presencia de don Carmelo en el bar de Constante. Todas las tardes, a eso de las cinco, se lo veía sentado solemnemente a la mesa con tres o cuatro parroquianos, un “farol” de vino tinto y algún que otro aperitivo.

Su presencia era imponente. Cuando se sentaba, su amplio abdomen le impedía acercarse mucho a la mesa. Don Carmelo apoyaba su espalda sobre el respaldo de la silla y descansaba sus pulgares colgándolos de las sisas de su chaleco mientras tecleaba los demás dedos de sus ambas manos sobre su pecho, que parecía nacer desde su papada bajando en declive, cual ladera de colina, hacia su panza para desaparecer de la vista de los contertulios bajo la tapa de la mesa donde descansaban vasos de grueso vidrio, farolitos de vino o botellas de Cinzano y Fernet, siempre acompañadas por platitos con maní, quesitos, algunas aceitunas y un sifón de soda marca ‘La Perla’, siempre presente en la mayoría de los boliches marplatenses.

Esta posición de príncipe mahometano era la favorita de don Carmelo. Quizá porque de esa manera descansaba el peso de su obeso cuerpo o tal vez porque así lucía su tesoro más preciado. Éste era una gruesa cadena de oro de la cual pendía un hermoso reloj, también de oro, que se lo había dado la “mama” cuando dejó el “paese” para hacer “l’América” antes de la “güera” del 14. Ambos extremos de la cadena de oro estaban enganchados en sendos bolsillitos de su chaleco, uno a la izquierda y otro a la derecha, los dos equidistantes de la abotonadura de la prenda que cubría su camisa bajo el saco de su traje.

Esta tarde la Banda Municipal, ubicada frente a la catedral, tocará varías piezas clásicas, aparte del Himno Nacional y La Marcha de San Lorenzo, como parte de los festejos del 25 de mayo. Una de las piezas a interpretarse será “La Marcha Triunfal” de la ópera AIDA, de Giuseppe Verdi. La sangre tira, eso es una verdad incontrastable Nada podrá interponerse entre el deseo de don Carmelo de deleitarse en vivo con tan angelada música. No hay ni rutinas, ni argumentos, ni razones sólidas para que él no vaya a presenciar la ceremonia. Lo acompañan dos o tres amigos de la Unione e Benevolenza, porque comentarles a los habitúes al bar de Constante sobre ópera, Verdi, o Puccini, es tiempo perdido. De ese boliche, siempre sale música de fuelles ó guitarras. Parafraseando al gran Carlitos,… ¡“má que ópera ni ópera”!

Pero no nos vayamos del tema. Don Carmelo está en primera fila con sus paisanos Giacomo, Enzo y Vittorio. Los cuatro hombres escuchan embelesados la inmortal melodía. A don Carmelo se le llenan los ojos de lágrimas mientras se desgranan los compases que el sigue “a boca chiusa”. Sigue la ceremonia de pie, sus pulgares descansan en las sisas de su chaleco, su reloj y la cadena que lo sostienen brillan como el sol de la bandera argentina. En la exaltación extrema de su afecto y pasión por la música de su tierra, don Carmelo ahora cierra sus ojos mientras musita como elevando una oración al cielo: “¡Qué belezza!... ¡Qué belezza!...”
Se apaga la música, cesan los aplausos, los músicos guardan sus instrumentos y don Carmelo no vuelve al bar de Constante… se dirige raudamente a la seccional Primera vociferando más como un duro ‘bersaglieri’ que como un afinado ‘tenore’

“¡Ladri! ¡Mascalzone! ¡Filio da puta!”.

Es que de ahora en más, si don Carmelo quiere saber la hora, va a tener que preguntarle a alguno de sus amigos, ya sean de la Unione e Benevolenza o del bar de Constante.






Don Iñaki

Era un vasco setentón, difícil de tratar. Tuvo un solo amigo don Eladio, su vecino de pieza en el conventillo donde ambos habían vivido desde su juventud. Cuando su amigo falleció inesperadamente debido a un infarto masivo que se lo llevó de un momento a otro, don Iñaki se sintió desolado.

Se decía en los corrillos conventilleros que el vascuence era miembro de una muy adinerada familia de gran predicamento en la provincia de Guipúzcoa, más precisamente San Sebastián. Siempre había vivido sólo y nunca no se dio con nadie de la casona, excepto con don Eladio. Se dice con mucha razón, pues siempre los hechos han demostrado la certeza de este dicho, que los opuestos se atraen. Y la amistad entre estos dos hombres era una prueba tangible de esa sentencia.

Don Eladio era abierto, franco, comunicativo, divertido, y amante de los placeres de la buena vida. Don Iñaki era misógino total. Don Eladio adoraba a las mujeres. Don Iñaki sentía aversión por las mismas. No era que el vasco tuviera inclinaciones homosexuales. Para nada. Esa ojeriza hacia el sexo “débil” era sólo un síntoma de desprecio hacia toda la humanidad en general. En realidad don Iñaki era un misántropo y como tal su filosofía de vida se caracterizaba por un rechazo o repugnancia hacia la especie humana. No hacia personas concretas sino a peculiaridades compartidas por toda la humanidad.

El vasco casi nunca iba al boliche de Constante. Las contadas ocasiones en que entraba al bodegón de la esquina eran para comprar yerba o azúcar, cuando se quedaba sin esos materiales, para sus mates domingueros. Él se abastecía en un almacén llamada ‘La Estrella Española’, que estaba a pocas cuadras del conventillo. Se comentaba que nunca escatimaba gastos en lo que se refería a las compras de sus alimentos. Buen vino, buenos fiambres, mejores quesos. Esos dispendios originaron la opinión entre sus vecinos que don Iñaki tenía mucho dinero guardado y que, como era un tanto tacaño, nunca iba a tener problemas financieros.

Sea como sea, don Iñaki tenía sentimientos, no hacia sus congéneres sino hacia unos seres pequeños, movedizos y canoros: los canarios. El trino de los canarios era su música preferida. Quizá su imposibilidad de relacionarse con las personas, no sólo se debía a su filosofía de vida sino a negarse a abandonar el uso de la lengua de sus mayores. Salvo pocas y necesarias palabras en español, usaba la lengua ‘euskera’. Para colmo era difícil poder entender su parloteo ya que apenas movía sus labios cada vez que emitía un vocablo y, para empeorar el diálogo, nunca hacía contacto visual con su interlocutor. Es que siempre la negra boina vascuence le caía sobre sus achinados ojos.


Así transcurrieron muchos años de su vida, criando y cuidando a sus adorados canarios, de los que llegó a tener ocho. A partir del momento en que don Iñaki trajo el primer canario al conventillo, a quien bautizó Adamé, su vida pareció tener sentido. Compró un jaulón grande, que tuvo el cuidado de colocar entre la puerta de su pieza y la de su amigo don Eladio. Consideró que ese era el mejor lugar porque en ese sector no había mucho ruido, ni movimiento, ni corrientes de aire y estaba alejado de la cocina de la casa. Esto último era muy importante para el flamante canaricultor, porque pensaba que los vapores de las comidas afectarían la salud de su canario.

La limpieza del jaulón era toda una ceremonia. Todos los días limpiaba el fondo, llenaba los comederos y bebederos. Vigilaba que la comida no se contamine, se descomponga o se ensucie. Y ni que hablar del cuidado de la dieta del pajarito. Nunca faltaba el alpiste, el mijo, la hoja de lechuga fresca y crocante, un pedacito de manzana. También orientó el enrejado armazón, vivienda del pajarito, para que recibiera los rayos de sol cuando el pajarito decidiese tomar sus abluciones diarias.

Poco a poco llegaron más compañeros para Adamé. Ocho en total: Adamé, Agosti, Aitor, Andoni, Beñat Bertol, Bittor, Bixintxo. Obviamente, todos machitos.

Los canarios y su dueño eran felices. Diariamente los ocho cantores llenaban de gorjeos el patio del conventillo. Grandes y chicos disfrutaban esos conciertos.
A veces don Iñaki deseaba convertirse en pájaro. Quería compartir la vivienda con ellos. Los canarios estaban protegidos en su jaula de gran parte de las agresiones del medio ambiente que amenazan al ser humano. Pensaba que la felicidad total era el confinamiento en un fragmento del espacio. Que seguridad era vivir en una casa de alambre, sin muros, desde donde se puede ver y ser visto, oír y ser oído.

Los pajaritos trajeron con ellos el sosiego y la buena correspondencia de unos con otros en el conventillo en contraposición a las disensiones, riñas y pleitos que se producían antes de su llegada.
Pero el pobre don Iñaki parecía estar destinado a quedarse a media miel. Su talón de Aquiles eran unos mocosos que a veces jugaban a la pelota en el patio del conventillo. El miedo del anciano era que un pelotazo golpeara al jaulón y dañara a los pajaritos. Para prevenir ese posible accidente, los pícaros eran echados de mala manera del patio, previo corte de la pelota con la que jugaban, cuando don Iñaki podía confiscarla. Después de algunas reprimendas y dos pelotas tajeadas, los tunantes decidieron tomar venganza. Una madrugada una sombra cruzó sigilosamente el patio, llegó hasta donde dormían los canarios y levantó con mucho cuidado, para no despertarlos, un extremo del manto que cubría la jaula. Abrió una de las dos puertitas e introdujo, con mucho más cuidado, algo dentro del interior de la afiligranada casa de los pajaritos.

A la mañana siguiente don Iñaki contó nueve canarios revoloteando enloquecidamente dentro de su jaulón. Dieciocho alitas aleteaban en un loco frenesí. Volaban y saltaban a tontas y locas. Parecían acróbatas saltando de palito en palito, de arriba a abajo, de través, de costado. Era un desquiciado incesante alado ballet dentro del jaulón.

Ya nada fue lo mismo dentro del perímetro enrejado. Es que el canario recién llegado era una dama canario. Su llegada fue un desastre, por la súbita competencia de cortesías entre los canarios varones y el repentino silencio de los cantores.

¡Dios bendiga al pobre don Iñaki! Lo que no nunca pudo una mujer de carne y hueso lo pudo una graciosa hembrita emplumada, con su piquito albo, sus alitas de serafina, sus ojitos de muñeca, su trino de cantante de ópera y sus gráciles movimientos de ballerina.












Américo


Américo, para sus dieciséis años, era bajo, gordito, de cara redonda, nariz pequeña y celestes ojos inexpresivos. Sus mofletes de buen color denotaban su excelente salud. Tartamudeaba al hablar. Era lento para responder y más lento aún para hilvanar una idea y expresarla en palabras. Su mentalidad correspondía a la de un niño de no más de seis años. Dicen que cuando chico se le había derramado una pava llena de agua hirviendo sobre la cabeza y ese eventual suceso alteró el orden regular en el desarrollo mental del niño. Vaya a saberse si eso era cierto. No tenía ninguna marca de esa quemadura que, de ser cierta, debió haber sido terrible. Quizá por vergüenza la familia inventó el accidente para justificar su retraso intelectual.

Américo observaba la realidad que lo rodeaba con sencillez y sin maldad. No le preocupaba que hacer con su vida porque no sabía que es lo que quería hacer con ella. No sabía lo que era ansiar o desear vehemente de algo. Américo simplemente vivía. Era incapaz de tomar decisiones propias pero, aunque obviamente no era muy inteligente, después de explicarle las cosas dos o tres veces, comprendía lo elemental que se le enseñaba o explicaba. Fuerte físicamente, débil mentalmente, caía inocentemente en todas las bromas que el piberío del barrio le hacía. Los pibes no eran malos; eran inquietos y revoltosos. Sus travesuras eran de poca importancia aunque a veces el ingenio los llevaba - con esa incomprensión e insensibilidad de los humanos supuestamente “normales” hacia aquéllos que se infiere lo son menos - a realizar acciones siempre ingeniosas y a veces crueles.

Américo, como siempre, estaba sentado sobre el escalón del zaguán de la casa que estaba en la vereda de enfrente al conventillo en el que vivía él con su madre y sus dos hermanos mayores. Como siempre miraba a los chicos jugando a la pelota. Américo nunca supo manejar hábilmente la pelota de fútbol para ser aceptado como integrante de los grupos que a través de varios años se iban formando y desmembrando, a medida que los pibes crecían y tenían otros intereses.

Américo, a pesar de ser falto o escaso de entendimiento o razón, a veces se enojaba por las pesadas bromas de los imberbes. Sus enojos no pasaban de amenazas expresadas a grandes voces acompañadas por gestos ampulosos. Sólo uno de los chicos, Josecito, tenía miedo a esas amenazas porque, como era el que más había molestado al pobre Américo con pesadas y molestas burlas, era el único que había recibido alguna que otra vez una golpiza del tonto.

Américo tenía un solo vicio. El cigarrillo. Fumar le hacía bien porque el cigarrillo era el único amigo que tenía. Siempre lo acompañaba. Nunca lo zahería. Estaba a su lado cuando Américo quería que estuviese y se iba cuando Américo sentía que no lo precisaba. El taimado Josecito, en defensa de su integridad física, quería hacer las paces con el poco advertido Américo. ¿Cómo conseguir la benevolencia o el afecto de quien ya le había propinado alguna que otra paliza? El astuto pronto encontró respuesta a su pregunta. Como sabía que Américo era fácil de engañar, le propuso un trueque: le iba a regalar una boquilla para fumar sus cigarrillos si él grandullón no lo amenazaba más. Américo aceptó. Se cerró el trato.


Américo está fumando su cigarrillo elegantemente insertado en una boquilla de color negro que es como un tubo de bakelita que termina con una punta redonda con 5 agujeros que le permiten saborear el aroma del cigarrillo. Su expresión es placentera. Américo está como en éxtasis.
Pedro, el hermano mayor de Américo, vuelve de su trabajo en el puerto cuando ve a su hermano, sentado como siempre, sobre el escalón del zaguán de la casa de enfrente y, como siempre, mirando a los chicos jugar a la pelota.

Américo siente la cachetada, casi una trompada, sobre su cara. La fuerza del impacto le arranca de la boca la boquilla con el cigarrillo que cae a algunos metros de él. La ronca voz del hermano se siente atronadora, en un grito de dolor de hermano mayor que sufre por el atraso de su hermano menor:

“¡Boludo, eso no es para fumar, cuesto e para’l culo!”…

Américo no sabía que la boquilla no era tal. Josecito le había obsequiado la cánula que había quitado del irrigador para enemas que guardaba su mamá sobre uno de los estantes del ropero de la familia. Por casi dos semanas el mal intencionado pibe no se atreverá salir de la pieza del piso de arriba del conventillo en donde vive. Sabe que Américo estará parado al lado del portón de salida del caserón, albergue de todas estas historias. Es que el pícaro barrunta la paliza que se le vendrá.


Américo no conoce de sumas ni restas. Menos mal que no sabe sacar cuentas de las veces que doña Adela, la dueña del irrigador, con cinco hijos y varios sobrinos, debió haber usado esa cánula.














El boxeador electricista

En el mes de agosto del año 1925, después de surcar el alto mar, el mar profundo, el mar revuelto, el mar proceloso, llega al mar de Mar del Plata el acorazado inglés Repulse. Su misión era traer a nuestro país a Eduardo Windsor, a la sazón Principie de Gales.
Este bajel británico tuvo un comportamiento heroico por sus incursiones bélicas durante la Primer Guerra Mundial. Pero su épica actuación no terminó con el tratado de Versalles. Aún le esperaba ciertas valerosas acciones deportivas en la ciudad de Mar del Plata. Por iniciativa de los autoridades de la Asociación Marplatense de Fútbol, no más amarrar el “Repulse” con sus 1500 tripulantes en nuestro puerto las autoridades de la Liga decidieron organizar partidos de balompié entre los aficionados locales con los marineros británicos, con la idea de conseguir importantes recaudaciones para poder con ese dinero terminar la Casa del Deporte de la Ciudad.

En su tripulación, estaban los hombres que habían conformado el equipo que llegó a ser campeón de fútbol de la armada inglesa. Además como algunos marineros practicaban boxeo no faltó alguien que tuviese la idea de armar un festival boxístico entre púgiles locales y algunos boxeadores ingleses. Entre éstos, había un muchacho de no más de 25 años, de recia y bien plantada figura, rostro cuadrado, espesas cejas y nariz achatada. Medía casi 1.90 metros y pesaba algo más de 90 kilos. Esta característica morfológica hizo pensar a los organizadores en una noche de puños en la que el inglés, en teoría, sería un soberano peso pesado a reinar, en su futura vida civil, en la máxima categoría. Este rubio hijo de la “pérfida Albión” parecía ser el justo representante del noble arte del pugilato llegado para dar brillo a una velada boxística que ayudaría también a recaudar algún dinerillo extra para aumentar la hucha de los capitostes de la Asociación Marplatense de Fútbol Marplatense. En verdad poco importó preguntarle al grandullón si quería tomar parte en un encuentro boxístico. ¿Por qué ese desinterés por la voluntad del deportista? Porque de todas las contiendas programadas a realizarse durante la estadía del Repulse: un partido de hockey (disputado en la Plaza España), varias competiciones de atletismo, rugby, golf, tiro al blanco y polo, lo único redituable sería el fútbol y el boxeo. Fueron siete los partidos de fútbol que los marineros ingleses disputaron contra los equipos locales y una noche de boxeo los únicos acontecimientos deportivos que dejaron buena recaudación. Y eso lo sabían muy bien quienes organizaron los fraternales encuentros pensando en la cita de Juvenal: “Mens Sana in Corpore Sano”, aunque con una licencia al sentido original de la idea: la necesidad de un bolsillo lleno en un proyecto descabellado.

La impresionante estampa de César Willard, nombre y apellido del héroe británico, lo situaba en una definida categoría de peso pesado. Pero en César la realidad demostró que la calidad del boxeador no viene en proporción a la masa humana. Willard era un bonachón sin nervio ni dimensión de luchador. El Estadio, escenario del tan esperado encuentro entre el ‘gringo rubio’ y un rudo representante de la ‘pampa argentina’, reclutado en una almacén de ramos generales vecina a la localidad de Mechongué, estaba colmado de cabo a rabo. El combate comenzó con un ataque furioso del gigante pampeano que Willard superó sacando su jab. De repente el inglés sufrió de una mano dura que lo hace doblar. Sin recobrarse del todo recibe un ataque furioso que lo desarbola y lo manda a dormir por el doble de toda la cuenta. Cuando reacciona cae en una apatía crónica de la que siempre fue víctima pero de la que nadie, excepto él, tenía noticia. De lo que tampoco nadie tuvo noticia fue que César nunca había sentido inclinación por el boxeo.

Hijo de un pastor protestante, éste trasladó a toda su familia, desde su Inglaterra natal a Sudáfrica cuando César era un niño. Su infancia de hijo de clérigo fue una niñez simplista con íntegra dedicación al estudio y a un deporte llamado ‘croquet’, que no se caracterizaba por su violencia. En honor a la verdad este juego, cuyo objetivo era pasar, mediante el uso de un bastón o mazo, una bola de madera a través de pequeños arcos distribuidos en el área de juego, era ideal para su pacífico temperamento. A los doce años ya había pegado el estirón de niño a adolescente y no faltó quien le dijera “Si yo tuviera tu tamaño y tu fuerza no tardaría ni un instante en preparar mi valija y salir en busca de quien me enseñara a pelear”.Ese fue el primer acercamiento al noble arte del pugilato de un joven que nunca quiso usar sus puños para imponer su razón.

Cuando el Repulse levó anclas abandonando la muy “galana costa” de Mar del Plata, dejó tres cosas importantes en nuestra ciudad: la primera fue un grato recuerdo entre los marplatenses; la segunda fue una buena recaudación en dinero ‘contante y sonante’ para la concreción de la obra pensada por los de la Asociación y la tercera fue un nuevo habitante en el Conventillo de nuestro relato.

Nunca se supo porque César decidió desertar de la tripulación. Quizá alguna mujer, quizá cansado de la dura vida a bordo o quizá porque la trompada que le propinó el gaucho mechonguense lo dejó sordo de un oído, el izquierdo para más datos. César había sido uno de los electricistas del Repulse, y cómo él decía, se sentía seguro de poder ganarse la vida con los cables, enchufes y fusibles porque lo único que podía ‘sentir’ sin problemas eran los golpes de corriente

César llegó al boliche de Constante, recomendado por algún parroquiano consultado por el dueño del establecimiento, ante un conato de cortocircuito que alarmó a los residentes del conventillo. Trabajó tan bien y tan prolijo que casi de inmediato empezó a ser llamado por los vecinos. Éstos le dejaban sus domicilios a Constante quien se los pasaba al sordo cada vez que éste visitaba el boliche, cosa que hacía diariamente, para tomar varias cervezas. De ahí a instalarse en el conventillo no fue difícil.

Han pasado quince años de la partida del Repulse. La cartera de clientes del electricista sordo es importante y variopinta. Sus vecinos del conventillo gozan de sus servicios sin cargo alguno en la parte monetaria aunque es bien gratificado con sabrosas porciones de comida que le envían cada vez que hace algún trabajo en las habitaciones y el lavado y planchado de sus ropas. Aunque éste último servicio es más por cariño de una de las damas del lugar a la que le arregla la plancha con sospechosa asiduidad. Fuera del conventillo tiene otra categoría de clientes: la clase obrera. Como por lo general esta gente aprovecha los fines de semana para levantar con sus propias manos sus casas, muy sencillas, sin salones ni comedores, sólo una cocina, un pequeño baño y uno o dos dormitorios el trabajo de César es simple y fácil de realizar. Los pocos artefactos domésticos que existen son un lujo exclusivo de las familias acomodadas.

Pero nuestro conventillo está emplazado en una zona céntrica. Hoy es un risco en medio de un archipiélago de residencias de clase media con algún que otro chalet de mucha más categoría. Acaban de llamar a César desde la imponente casa de dos plantas que está en la esquina que hace cruz con el chaflán que es la puerta de entrada al boliche Constante. Dicen que el verdadero dueño de esa casa vive en Francia, que la usa, en préstamo, un médico marplatense y su familia, muy amigos del francés y que dentro de ella el lujo y el buen gusto es asombroso. Nadie del conventillo ha entrado alguna vez a la lujosa residencia. Pero es creencia fundada que Francia ha sido el gran referente en lo arquitectónico que la clase adinerada tenía en mente cuando hacían edificar sus viviendas. Por eso en la imaginería popular la casa ‘d’enfrente’ era todo un misterio que ahora, por intermedio de César, el electricista sordo, será develado.

Han pasado casi un mes desde que César comenzó su trabajo. Nada fácil por cierto. Hay muchas mujeres en la casa y todas opinan. La dueña de casa, su hermana solterona, la abuela de las chicas y las tres chicas, cuyas edades van de los 13 a los 17 años. El padre no está casi nunca. Además el pobre hombre no tiene tiempo de tomar su turno en el ‘cloquear’ femenino cuando para pedir cosas (en este caso referentes a la instalación de cables, enchufes, etc., etc.) las féminas toman la delantera. El único que parece tener conciencia de que el electricista es sordo es el jefe del hogar, pero como no lo dejan meter baza… Y en el barullo la persona especializada en instalaciones eléctricas no entiende lo que quieren las mujeres. Así que decide hacer lo que le parece...

César está sentado en medio del patio del conventillo. Lo rodean las matronas, las jóvenes madres, las adolescentes y la Teresa que ahora no le está lavando ni planchando la ropa sino cebándole un mate, con hojitas de cedrón para ver si consigue calmarlo un poco. Lentamente el inglés se va apaciguando y da a conocer los hechos a pedido del inquisidor hembraje. Dice que en la casa hay dos grandes salones, un lugar especial para que los hombres se reúnan a tomar café y fumar, tres baños, dos completo y uno más pequeño, una terraza en planta baja que lleva a un jardín interior, un comedor muy amplio, varias habitaciones y una biblioteca con un piano.

El auditorio está estupefacto. Nadie dice una palabra. César puede por fin gozar de un silencio sin barullo como música de fondo. Por fin, la tranquilidad, que durante un mes no tuvo, comienza a invadir su espíritu. Hasta la ve linda a Teresa. ¿Será amor o una alucinación?
Repentinamente un nuevo barullo. Entran unos chicos gritando: ¡”vienen los bomberos… vienen los bomberos”! ¡Se quema la casa “d’enfrente”! ¡”Un cortocircuito”!

César sigue sentado en su silla en medio del patio del conventillo. Con el mate en la mano y la pava a su lado, está solo porque todo el mundo salió a ver como los bomberos tratan de salvar la residencia francesa. Su soliloquio parece tener sólo un oyente: él mismo. Así, mientras ceba un amargo se dice:

“El cable que puse aguanta cualquier cosa razonable. Cómo voy a saber si se les va a dar por enchufar una estufa, una plancha y el secador de pelo en una cajita sola y te vuelan todo.”
“Traté de no hacer empalmes en los cables pero la señora los quería escondidos en las cañerías. Yo le dije que los empalmes suele levantar algo de temperatura y podría desprenderse la cinta aisladora provocando un corto o una fuga de corriente. No me llevó el apunte”.

“La vieja loca quería que los cables los pasara justo debajo del empapelado de las paredes. Yo le dije que no… la vieja insistió. Le dije a la hija que iba a haber problemas a la hora de hacer alguna reparación, y la hija dijo que era mejor no hacer enojar a su madre”.

Le dije al pollerudo del marido que podía haber peligro por posibles incendios. El pavote me dijo que las mujeres siempre tienen la razón.”

“Las mocosas no querían que se pusiese una araña en el comedor. “Las chicas tienen razón”, me dijo la tía solterona, “por la noche la iluminación del salón debe ser suave e indirecta porque la luz tiene que provenir de varias lámparas de la mesa y de los apliques de la pared para que se iluminen los cuadros más importantes”.
“Es claro, lo que ésta solterona quería es que, como está entrada en años y arrugada como pasa, no se le vean las arrugas”
“De lástima, y como buen pelotudo que soy, hice lo que me pidieron”.

“La única indicación que dio del padre fue la más insensata de todas pero yo no se la discutí. Quería que todas las luces se activasen una tras otra cuando se encendían y que todas se pudiesen controlar en conjunto”.

Ahora el electricista sordo se sonríe, pone el mate y la pava sobre el asiento de la silla de la que acaba de levantarse y dice:

"I had the pleasure ... I put the fuse box for the crazy lighting they asked me in the basement, far from the dining room ..."
“Good task for the firemen!”


(“Me di el gusto… la caja de fusibles para la iluminación loca que me pidieron la puse en el sótano, a una gran distancia del comedor…” “¡Buena tarea para los bomberos!”)






Las Lavanderas

Vale la pena valorar la evolución del término estrategia en la mente de Eleuteria a lo largo de sus 50 años de vida. En un proceso evolutivo, la mujer acomodó mentalmente las reglas del lavado de ropa en una representación gráfica de las sucesivas operaciones del procedimiento manual del lavado de ropa para afuera. Ese era el trabajo que la mujer había hecho desde su adolescencia y con el cual hubo ayudado a su abuela a criar a sus dos hermanas (con ella eran tres la nietas), de las cuáles la pobre vieja tuvo que hacerse cargo cuando la mamá de las chicas las abandonó para seguir a un tipo bueno para nada, un petimetre porteño, que se cruzó impensadamente en su camino de madre soltera cuyo único capital eran unos ojos negros, una cintura de avispa y una facilidad para bailar el tango y entonarlo, si es que sus berridos se podían calificar de canto.

Eleuteria se había juntado con Manuel, un español que trabajaba en el bar de Constante. No obstante que el español, viudo desde muchos años, hubo aportado al matrimonio un hijo que les daba más disgustos que alegrías, existía armonía en esa familia, para nada acorde a los patrones de la normalidad.


Lavar la ropa a mano ha sido siempre una tarea dura. Es un trabajo muy agotador y se necesita una fortaleza física comparable a la de cualquier deportista de alto rendimiento. Afortunadamente Eleuteria había heredado la no belleza de su abuela y la fortaleza física de su abuelo, un vasco cabeza de hierro, duro y laburador, que por su terquedad y obstinación dejó este mundo muy joven. En cuanto la joven tomó conciencia del trabajo que le había deparado el destino, trabajo que por otra parte no le disgustaba en absoluto, comenzó a pensar la manera de derrotar a su enemiga: la ropa sucia, en el campo de batalla: los piletones del conventillo.
Se dio cuenta, porque fea era pero no tonta, que debía organizar su tarea para lograr un máximo de efectividad en el cumplimiento de su misión. Cinco días por semana se proveía de todos los elementos necesarios para llevar a cabo su faena: jabón, lejía, cubitos de azul Colman, la tabla de lavar, dos o tres baldes y un fuentón. Ubicaba todos sus pertrechos de tal manera que, sin ser experta en el arte de la munitoria, había fortificado su plaza de tal manera que ni Napoleón lo hubiera hecho mejor.
En una hoja de cuaderno había armado su organigrama de trabajo. La escritura de rasgos infantiles y las faltas de ortografía delataban su breve paso por la escuela; sin embargo, la organización de su trabajo era impecable.
De haber existido el gremio de las lavanderas, seguro que Eleuteria habría sido su Secretaria General. Tenía todo lo necesario para serlo: fuerza física, lenguaje soez y ganas de pelear por un…’quítame allá esas pajas…’.
El martes es el día del lavado de la ropa de la familia Pérez García. Eleuteria está en el proceso de la colada de la ropa más grande, mientras en uno de los baldes, lleno de agua, hay un cubito de azul Colman disolviéndose dentro de una bolsita de tela. Dentro de ese balde la lavandera pasará por unos minutos la ropa blanca más fina de su lavado. Una vez que sea escurrida la totalidad de la ropa lavada y enjuagada, el proyecto es subir la misma a la galería para colgarla en el tendedero que está frente a la puerta de la pieza de Eleuteria.

Pero este proyecto queda en agua de borrajas porque su plan estratégico consideraba acciones contra un solo enemigo: la ropa a lavar. El surgimiento en el campo de batalla de un nuevo enemigo (enemiga, en este caso) no ha sido previsto por nuestra heroína. La Anamaría, sinónimo de rivalidad, competencia y mala leche, viene al piletón contiguo al de Eleuteria a ensuciar el campo de batalla. Mejor dicho, a ensuciar el agua del lavado. Y ahí, sin más ni más, comienzan los gritos.

Eleuteria se pregunta en voz alta de donde sacó esa flaca esmirriada la ropa que está lavando porque está poniendo el agua negra justo ahora que ella está en la colada de la suya. La Anamaría, que es flaca y esmirriada pero dura como el acero, no se achica y le contesta que hable y que lo que tenga que decir lo haga cara a cara. Agrega que ella lava ahí lo que quiere y lo que se le da la gana. Y si pone el agua negra que la Eleuteria se aguante y que se vaya a lavar sus encajes a la pileta de los ricos. Eleuteria le recomienda que no se meta con sus clientes, ya que más quisiera tener ella gente que le diese trabajo y que pueda pagarle bien. Y agrega en voz más alta todavía, para que la puedan oír en todo el conventillo, que más vale que le pagara los cuatro meses de alquiler que le debe al dueño del lugar.

Anamaría, grita desaforadamente que no la reconoce como la tenedora de libros del dueño y que mejor que se calle, sino le va a tirar el banquito que está al lado suyo. Eleuteria contesta aullando que si no es por ella la limpieza nunca hubiera entrado a la pieza de esa flaca consumida. Parece que la extenuada se olvida que fue ella quien le ha costeado la compra de jabón y lavandina. Los gritos se hacen cada vez más estrepitosos, discordantes, destemplados.
Las voces se mezclan. Los sentimientos se manifiestan vehementemente. Una vocifera que se lave la boca antes de hablar de ella. La otra retruca que siempre va a decir lo que se le da la gana. La robusta rugiendo le dice a la tísica que tiene una cara que parece mismamente un acordeón con una lengua larga de envidia. La tuberculosa rugiendo le contesta que no es envidiosa ni borracha como Eleuteria y que no es la lengua sino las manos las que tiene largas y fuertes como para dibujarle una marca en ese cutis de cáscara de bellota.

Comienzan a volar las ropas que estaban en pleno proceso de lavado. Luego ambas mujeres comienzan concienzudamente a tirarse de las mechas a ver quien primero deja pelada a la otra mientras rugen insultos por ambas partes: ¡Pilla! ¡Sinvergüenza! ¡Holgazana! ¡Rufiana! ¡Cacatúa! ¡Prostituta!. Ahora sí intervienen las otras mujeres del conventillo, hasta entonces mudas espectadoras de esta batalla campal por una pileta y un pedazo de jabón. ¡Ay Madre de Dios! ¡Sujetémoslas! ¡Qué se matan!

La batalla termina sin vencedora ni vencida. Eleuteria está sentada sobre una silla de paja que sostiene como puede sus abundantes asentaderas. Anamaría está sentada, a varios metros de la otra, sobre un banquito de madera que es suficiente sostén para su magro físico. Ambas están desgreñadas y sus batones rotos y mojados. Sobre el piso embaldosado del patio están desparramadas ropas de cama, camisones, camisas, calzoncillos largos y culottes, delantales y blusas.

La paz ha vuelto al lugar. Después de todo, tanto Eleuteria, Anamaría y todos los que viven en esa casona donde se comparte el baño, la cocina, el patio… hasta los piletones para lavar la ropa, saben que son parte de una familia heterogénea viviendo en un hogar común.
















El Turco y el Ruso


El crecimiento de la marea migratoria provocada por la Gran Guerra trajo hasta nuestro país a infinidad de inmigrantes. En el caldero donde se mezclaban nacionalidades, razas y credos, no era raro que se encontraran personas jóvenes procedentes de lugares del mundo tan distantes de nuestra Argentina quienes sin más familia que ellos mismos, comenzaran impulsados por su soledad y desamparo a formar lazos de amistad, la que sería a través de los años más sólida que el mismo acero.

Esta es la pequeña historia de dos muchachos, Yamil y Yosef. Ambos nacieron y crecieron en Tsarevo una pequeña aldea de pescadores, ubicada en la provincia búlgara de Burgas, sobre el Mar Negro. Ambos tuvieron que trabajar en lo único que podían: la pesca. Tsarevo era un pequeño villorrio, no más que un caserío de corto vecindario y sin jurisdicción propia. Sin embargo, era proveedor de exquisiteces marinas tales como el salmón, el esturión y, cuando llegaba la beluga a desovar, el caviar. Claro que el caviar, que en siglo XIV había sido tan abundante que era la comida de los pobres, en siglo XX sólo lo saboreaban los pudientes. Poco a poco iba creciendo en los muchachos sentimientos de cansancio, tedio y fastidio originados por el trabajo pesado y el escaso estipendio obtenido a cambio. Además la juventud no es paciente cuando la sangre les bulle en las venas y el terruño sólo les puede brindar un futuro sin futuro.

Yamil decidió viajar primero para probar fortuna al otro lado del mundo. Nada lo retenía en Tsarevo. Sus padres habían muerto, sus dos hermanos más pequeños fueron llevados por unos tíos y él se quedó a vivir con Yosef y su familia. Yosef si tenía ya una pequeña raíz que comenzaba a fijarlo en esa tierra tan sufrida. Zeitl, casi una niña, era lo único que podía retenerlo en Tsarevo. Pero ¡qué paradoja! pensar en ella era lo único que lo impulsaba a desarraigarse de ese lugar.

Apenas hizo tierra en nuestro país, en el mismo Hotel de Inmigrantes, Yamil se las ingenió para averiguar como podía llegar a la ciudad de Mar del Plata.
¿Por qué eligió Mar del Plata? Porque en el barco ya le habían mencionado nuestra ciudad y la posibilidad de conseguir trabajo fácilmente en la pesca. Pero durante el largo viaje Yamil tuvo un contratiempo que lo acercó a una familia de judíos otomanos que emigraron de Turquía para radicarse en el Uruguay. Resulta que alguien le robó el poco dinero que tenía y para poder subsistir vendió parte de sus escasas pertenencias a esta familia sefardí que no compartía con Yamil la misma fe religiosa pero sí el mismo deseo de “hacer la América”. En ese obligado intercambio comercial entre el joven y el patriarca de los otomanos, éste advirtió que Yamil era hábil en el ofrecimiento y en el regateo, condiciones indispensables para ser un buen comerciante. Se lo comentó al joven. Impensadamente comenzó a germinar en la mente del muchacho la idea de una vida de menos trabajo y más ganancia en el comercio que en la pesca. Después de todo si le iba mal como vendedor podría retomar su antiguo oficio de tratar de sacar del agua peces del mar.

Como llegó Yamil al conventillo no es importante, lo que importa es que una vez instalado en la pequeña pieza del fondo, en el piso alto, comenzó a probar fortuna en su nueva profesión. Progresó en poco tiempo y eso lo llevó a alquilar una pieza más grande en la planta baja, no para mudarse a un lugar más cómodo sino para usarla como depósito de su mercadería.
Como no le iba mal pensó que sería bueno llamar a Yosef para trabajar juntos, como en Tsarevo. Casi un año después de haberlo llamado, Yosef llegó a nuestra ciudad. No lo hizo solo. Junto con él viajaron Zeitel y la pequeña Rifka. Su amigo les cedió, de las dos piezas que había alquilado en el conventillo, la que estaba en la planta baja, esa donde guardaba su mercancía. Ya se iba a ingeniar Yamil para acomodar las baratijas que le daban para vivir.

Yosef y los suyos trajeron sus escasas pertenencias dentro de una cajón grande, forrado en cuero. Este cajón sirvió al principio como mueble multiuso de la familia: fue sillón, mesa y cuna para la nena. Con el tiempo remplazaron el catre donde dormía el matrimonio por una cama de hierro, más tarde incorporaron un mueble que servía tanto de aparador como de cómoda y así, poco a poco, las condiciones de vida mejoraron para el matrimonio.

Ni Yamil ni Yosef nunca se habían preocupado por manejar correctamente el idioma español pero lo comprendían y se hacían entender muy bien. Vendían en forma ambulante artículos pequeños, conjuntos de chucherías y baratijas de poca monta, como botones, agujas, cintas, peines, etc. Luego añadieron artículos de tocador, algo de ropa blanca, un poco de ropa interior. Más tarde, incorporaron prendas de vestir, tanto para niños como adultos, mujeres y hombres, telas por metro.
Transportaban sus mercancías al hombro. Iban de una casa a otra ofreciendo sus artículos, que eran cada vez más variados. Tenían sus clientes fijos. Su principio comercial, invariable desde un comienzo, ha sido la venta a plazos. Es que ambos comerciantes necesitaban sentir, en esa Mar del Plata apacible, sosegada, tranquila de los años 30 y 40, la incertidumbre de una subsistencia insegura.


Todas las tardes, a eso de las seis, desde hace más de dos décadas, Yamil y Yosef van al bar de Constante. Charlan sobre sus ventas, toman café con anís y juegan al dominó. Hablan de sus proyectos. Piensan vender productos a plazos a sus paisanos para que salgan a ofrecerlos por los pueblos de la provincia. Además ya sienten que es momento de añadir a la venta de ropa interior y frazadas, algo de joyas y relojes.

Y así hablan y hablan. No les preocupa ser escuchados por oídos indiscretos. Todas sus conversaciones son in-entendibles.
Al encontrarse en el bar se dicen:

- ¡Que diyo? (¿Qué dices?)
- ¡Tadrada buena! (¡Buenas tardes!)
- ¡Jaberes buenos! (¡Buena suerte tengamos!)

Cuando se acerca la chica a traerles el café:

- Soilema por la Zulema! (Silencio por la empleada)
- Mimilás (¡No hablés!)
- Cavés alegres! (A modo de brindis con el café deseándose mutuamente bendiciones)

Cuando dejan el bar, contentos quizás por los buenos negocios hechos en el día o con la posibilidad de hacerlos en el futuro, ambos hombres se dan la mano y sentencian con una sabiduría atávica:

- Ken paga el peshkado de adelantado se lo kome fediendo. (Quien paga por adelantado la mercadería debe aceptar lo que le den)

- Kuando el pishkado está en la mar, no invites djente a senar. (Cuando el pescado está en el mar, no invites gente a cenar)

- ¡Kualo dices, kualo kieres! (¡Lo que dices, lo qué quieres!


Los amigos siguen jugando, sorbiendo su anís, satisfechos de su presente, confiados en su porvenir, expresan su bienestar de esta manera:

- ¡Esto es Ganéder! (¡Esto es el Paraíso!)
- ¡Oj, Oj, Oj! (¡Qué satisfacción!)

Terminan su café y su anís. Guardan las fichas de dominó en su caja que le dejan a Constante en custodia y se retiran hacia el conventillo. Se dirigen juntos a la pieza de Yamil, que vive solo, nunca se casó. Hacen las cuentas del día, se reparten algún dinero, dejan otro tanto para aceitar la rueda de la cuenta corriente que tienen con los mayoristas que los abastecen y luego cada cual se va a su pieza, no sin antes saludarse mutuamente con una:
- ¡Nochada buena! (¡Buenas noches!)

En el conventillo, en el bar de Constante, en el barrio se los conoce como ‘el turco’ y ‘el ruso’. No lo son. Ambos nacieron en Bulgaria. Ambos profesan distinta fe y son más que amigos. Desde que llegaron a la casa de vecindad han estado gozando una vida tranquila. En este caldero de razas y credos religiosos nunca el diablo ha podido meter su cola. El conventillo - todo conventillo - es lo que debiera ser la sociedad humana: cuna de paz y amor entre los hombres.



¡Lo qué debería ser…!







Nota de la Escritora:

Traducción al diálogo de Purrín con su madre, Doña Filomena, y su padre; Don Peppino:

Filomena: -“Salvatore, vení qui che dovete andare a scuola”
Purrín: -“Non codere mamma, ¿non vedi che sto giocando a calcio?”
- "Salvador, venga acá que tiene que ir a la escuela"
- "No joda mamma, ¿no ve que estoy jugando al fútbol?"


Filomena: -“Salvatore, figlio da puta, lascia la palla e andare a scuola. Sarai un asino. Basta saper calciare come un mulo. Vagabundo, farabutto.”
- "Salvador, hijo de puta, deje la pelota y vaya a la escuela. “Usted será un burro. Le basta saber patear como una mula. Vago, canalla”.

Purrín: -“Va via vecchia. Vai alla cuccina e non cazzo”
- “Desaparezca vieja. Vaya a la cocina y no joda”


Peppino: -“Lo ho mangiato, si, ¡e’te garantisco que no lo poeto digierire! ¡Mascalzone! La povera mamma non puó esere ma la sunsa. ¿Perque tu non vai a scuola?”
- "Me he enterado, sí, ¡Y le aseguro que no lo puedo entender! ¡Atorrante!! La pobre mamma no puede hacerse más la sonsa. ¿Por qué usté no va a la escuela?”

Peppino:-“¡Porca Miseria!, tua mamma ha ragione, sei uno sciocco. Lei mi dice e io devo sfidare te”.

- "¡Porca Miseria. Su mamma tiene razón, usté es un tonto. Ella me cuenta y yo tengo que ponerlo en vereda”.

Peppino: -“Non parlare piú perché tu va mangiare una racioncita di gnocchi ma’ senza salsa…”
- "No hable más porque se va comer una bola de ñoquis pero sin salsa”

Peppino: -“Domani sarai un pazzo se non andare a scuola… pigro, inutile…”
- "Mañana será un tonto si no va a la escuela... perezoso, inútil...”

Peppino: -“Lei ha rubato calze della sua povera mamma. ¿Per che cosa? Per fare una palla da calcio”.
- "Le ha robado los calcetines a su pobre madre. ¿Para qué? Para hacer una pelota de fútbol. "

Peppino: -“Perché il Beto non è un barbone inutile pigro come te”.” Gli studi per tutta la settimana e giocare Domenica”
- “Porque el Beto no es un zángano inútil vago como usté", "Él estudia toda la semana y juega el domingo”

Peppino: -“Lasciare la palla, prendi i libri che non mordono. Ma se non si vuole studiare, mascalzone, andare al porto a lavorare con i suoi fratelli”
- "Deje la pelota, agarre los libros que no muerden. Pero si no quiere estudiar, atorrante, vaya al puerto a trabajar con sus hermanos”.
Publicado por Sara Garfinkel Escritora en 13:29
Etiquetas: amor sin futuro, conventillo, inmigración, lavanderas, Mar del Plata, solidaridad
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lunes, 6 de diciembre de 2010

Divagaciones Líricas de un Poeta Tonto I (fragmento del libro del mismo nombre – autora Sara Garfinkel - )

Me pides que diga como eres
Cuando sabes que junto a ti
Sólo respiro perfumes
De rosas y claveles.

Te contemplo y siento que eres eterna
Como eterno es el sol.
Eres el ave prodigiosa que inspira.
Eres el Ángel que camina sobre la tierra
Para que los hombres sepan que es el Amor.

Qué dulce, qué hermosa, que grata
Ha de ser la existencia del hombre
Que logre aprisionar tu corazón.

¡Tu corazón! … ¿Cómo será tu corazón?
¿Tal vez como el rojo rubí?
¿Tal vez como el sol que ciega a quien lo mira?

lunes, 1 de noviembre de 2010

Batones y Bigudíes Marplatenses

Prólogo


La historia social de Mar del Plata comienza con las familias de dos y hasta tres apellidos que venían a veranear a la hermosa naciente villa balnearia. También se mencionan con admiración sus señoriales mansiones rodeadas de perfectas versiones de formales madrileños jardines sabatinescos ó barrocos vergeles holandeses. Hasta los más importantes medios de prensa, como las revistas El Hogar, Atlántida y los diarios La Nación, La Prensa, La Razón enviaban a sus cronistas sociales para mantener al día todos los chismes de la “alta sociedad” porteña que veraneaba en nuestra ciudad. Y así era lógico que siempre tuvieran prensa sitios emblemáticos como la Rambla Bristol, el Hotel Bristol, los bailes sociales en el Club Mar del Plata, el Pueyrredon, el Ocean Club, el Golf y el Yatch Club de Playa Grande.

Un poco más acá en el tiempo la crónica sigue más modestamente con las familias ya afincadas en la ciudad que comienza a crecer. Son todas familias de clase media acomodada. La burguesía, esa mesocracia que tanto caracterizó a la sociedad argentina de las primeras décadas del siglo XX, no podía estar ausente de la historia marplatense. Tampoco su hábitat: los “chalets”. Moradas menos suntuosas pero típicas construcciones marplatenses, de sólidas paredes de piedra Mar del Plata, de una o dos plantas con jardines al frente.

No niego que fueron esos pioneros los que comenzaron, con su elección veraniega, a dar forma a ese saladero regenteado por Coelho de Meyrelles, propiedad luego de D. Patricio Peralta Ramos, quien más tarde se une a D. Pedro Luro , etc., etc., hasta llegar a ser …. “la Perla del Atlántico”

Pero la historia de una ciudad como la nuestra no sólo se construye con la sumatoria de los “dimes y diretes” de aquellos que constituyeron la “elite” veraniega de la primera época de la otrora “villa veraniega” marplatense. Estos personajes pertenecen a la clase media-alta, son frívolos, superficiales, no necesitan trabajar, son mantenidos, les gusta figurar y aparecer en todos los medios. Son consumistas en extremo y sin ambiciones: todo lo tienen, sus expectativas están colmadas, por lo que no aspiran a un nivel superior en la escala social. La historia de nuestra ciudad se construye, y con más fuerza, con los “dimes y diretes” de aquellos que consideraron a Mar del Plata como lugar de trabajo y de radicación definitiva. Esas personas terminaron encontrándose y formando a base de amor y comprensión las bases de la familia marplatense y, a base de trabajo y tesón, la base económica de nuestra ciudad. Y así las generaciones que desde a partir de los Luro, los Peralta Ramos y muchos otros pioneros que han habitado Mar del Plata han sido con sus energías, sus sueños, sus hechos y sus ilusiones la piedra angular del “edificio histórico marplatense”.

De ese edificio voy a tomar algunos ladrillos que han de ayudarme a contar las aventuras de ciertos vecinos marplatenses presentándolos anónimamente para evitar que los lectores caigan en la tentación de lucubrar sobre la real identidad de los mismos. Es que mis historias son de fondo real pero… ¿para qué herir susceptibilidades de aquéllos que han sido parientes o amigos de estos domésticos protagonistas? No quiero ser indiscreta cronista de incidentes vecinales, cómicos algunos, trágicos otros. Mi propósito es jamás escribir llevada por una insensibilidad objetiva sino ser justa y magnánima con las desviaciones del alma hurgando para hallar el por qué de las situaciones y procurando mostrar que el sentimiento humano siempre ha estado presente en los protagonistas de mis relatos

Terminan los años ’40 y comienzan los prometedores ’50. La apertura de la década que marca la mitad del siglo XX no puede ser más auspiciosa para la ciudad de Mar del Plata. “1950 Año del Libertador General San Martín”.
Mar del Plata nació “horizontal”: construcciones bajas, elegantes, suntuosas, sin ninguna pretensión de alcanzar el sol. El deseo de los pioneros marplatenses era disfrutar del sol, no taparlo. Es que al principio se estaba más cerca de Neptuno que de Ícaro. Pero en 1950 comienza la era vertical marplatense y con ella el aluvión turístico de clase media que cambiará para siempre la idiosincrasia marplatense.

Pertenezco a la generación de los “chicos” de los años cuarenta. Chicos que somos felices y no lo sabemos. Algunos de nosotros vamos al colegio por la mañana, otros por la tarde. Siempre almorzamos en casa. Si nos sacamos una mala nota o hacemos alguna travesura, mamá o papá nos retan. Pero no somos conflictivos y en seguida estamos nuevamente en buenas relaciones con nuestros progenitores. En mi caso mi problema existencial de estos años de mi niñez se origina porque desde marzo a diciembre hay muy poco que hacer en Mar del Plata. ¡Es tan aburrido ir al centro en invierno! A mi me fascinan las vidrieras de los negocios de ropa que están sobre la calle San Martín y que – yo no lo se - son sucursales marplatenses de las casas centrales que están en la Capital Federal. Me gustan los escaparates bien presentados y mejor iluminados de tiendas como James Smart ó The Brighton – sobre la vereda impar de la calle San Martín entre Santa Fe y Corrientes; Gath y Chaves – en la esquina de San Martín y Corrientes; Harrods , a metros de la anterior – sobre la vereda par más hacia la calle Entre Ríos. Pero estos negocios están cerrados en invierno. Sus puertas y vidrieras están cubiertas con tablones de madera como si los dueños quisieran abrigarlas del frío, protegerlas de la lluvia ó defenderlas del viento hasta que llegue el próximo verano y todo sea luz y alegría otra vez. Menos mal que a veces voy con papá y mamá a tomar el café con leche para comerme las ricas medialunas de la Jockey; lástima que no siempre se me da esta fiesta. Fiesta que me gusta terminar yendo hasta la esquina de San Martín y Santa Fe, más precisamente hasta Casa Escasany, donde en su frente, en un despliegue técnico asombroso – para mí – se exhiben 6 relojes de pared sobre la ochava de Santa Fe – vereda impar- y San Martín –vereda par. Cada uno de estos relojes marca una hora distinta, que corresponde a la hora oficial de diferentes capitales europeas ó americanas, en comparación con un séptimo reloj, mucho más grande que los otros seis que están tres a cada lado suyo, que marca la hora de nuestro país. Otra cosa que me gusta es ir con mi mamá a comprar libros ó útiles a la Librería Rey, que está más acá de la Jockey – sobre la misma calle San Martín - porque no hay que cruzar Santiago del Estero. Ni que hablar de mis añoranzas estivales por los helados de la heladería Mickey, que está en la Rambla o de los helados de Leone, que según dice mi papá que ahora, como estamos en invierno, está cerrada porque el dueño se va a Río Hondo. Bueno, esto me conforma porque hace frío – me refiero al no comer helados - pero lo que no me gusta nada es que tengo que esperar hasta enero para comerme algún bombón del Al Jazmín del Cabo porque está, como todos los negocios de la Rambla, cerrada aunque no tapiada como los negocios del centro. ¡Qué garrón!
Pero no todo es hastío en mi infantil vida. Así que después del colegio doy vueltas a la manzana en mi bicicleta Raleigh, no tanto para hacer ejercicio sino para dar envidia a muchos pibes del barrio. O voy a la casa “de a lado” porque la nena que vive ahí, María Cecilia, es mi mejor amiga. A veces, hastiadas las dos de jugar en “interiores” decidimos salir a la vereda para, cuando ya cansadas de correr ó de escondernos, sentarnos a reposar nuestras machucadas rodillas sobre el umbral de alguna puerta de entrada. Así, sin darnos cuenta, vemos pasar la vida que se enreda entre las pajas de las escobas de las respetables señoras que limpian prolijamente las veredas de los frentes de sus respectivas casas mientras chiguestean * a destajo. No se mi amiguita pero yo - Pisciana total – presto mi oreja a la “blableta” de las “barredoras” y atesoro en mi memoria todos los chismarajos* de Las Alegres Comadres de Mi Barrio.


Las Alegres Comadres de mi Barrio


¿De mi barrio? ¿En qué barrio vivo yo? No lo sé. Sólo tengo ocho años, una imaginación febril y una memoria muy buena. Pero confieso tener una total ignorancia acerca de los barrios de mi ciudad, sus ubicaciones, sus nomenclaturas. Conozco más acerca de los barrios porteños porque mi papá, admirador de un cantor de tangos llamado Alberto Castillo, suele cantar una de sus canciones que se llama “Mis 100 Barrios Porteños”. A lo mejor cuando yo sea grande se me da por escribir una canción sobre los barrios marplatenses. ¡Sería lindo! Supongo que vivo en el centro de la ciudad. Mi papá suele repetir que estamos muy cerca de todo: de la Asistencia Pública, de la Seccional Primera, de la Municipalidad, de los cines Ocean Rex, ubicado sobre la vereda par de la Av. Independencia entre Rivadavia y San Martín, y Ópera, también sobre la Av. Independencia –vereda impar – pero una cuadra más hacia la Av. Luro. Y así sigue enumerando ventajas acerca de la ubicación de nuestra casa. A lo mejor su orgullo de propietario se debe a que hizo muchos sacrificios para comprar el techo bajo el cual vivimos.

Pero yo quiero contarles de las “Alegres Comadres de mi Barrio”. Son cinco. Tres de éstas son amigas desde la cuna. Nacieron con muy pocos años de diferencia entre ellas. Comenzaron la escuela primaria - que está situada a pocos metros de sus casas - prácticamente al mismo tiempo y desde ese momento se volvieron inseparables. Tan amigas son que hasta se visten fraternalmente. Se compran las mismas telas para confeccionarse sus vestidos y las mismas lanas para tejerse sus tricotas. ¡Hasta se peinan de forma parecida y usan el mismo rojo carmín para sus labios! Una de ellas es la mamá y otra es la tía de mi mejor amiga, María Cecilia. Yo voy a la casa de Maricé casi todos los días. Jugamos, hacemos los deberes, tomamos la leche y en verano vamos a la playa o a patinar al skating del Royal que está cerca de Punta Iglesia, creo que por la calle Santa Fe. La tercer comadre, Teresa, es vecina de ambas y tan vecina que hasta parece ser otra hermana.
Todos los días, bien temprano por la mañana salen a la vereda de sus casas blandiendo sus respectivas escobas. Las tres barren y charlan, charlan y barren. Como les conté, de este trío dos, Hortensia y Emilia, son hermanas carnales y la otra, Teresa, la de la casa de al lado, es la hermana putativa de ambas. Siempre han estado juntas - desde el primer grado - estas tres mosqueteras del cotilleo doméstico. Entre barrida y barrida, las escobas se detienen mientras ellas comienzan sus habladurías cotidianas.
Más tarde alguna de ellas se encuentra con las otras dos señoras que conforman el parlanchín quinteto de vecinas. No es problema que estas últimas vivan a un par de cuadras de distancia de las anteriores. Siempre se encuentran. Todas se quejan que “Las compras cotidianas no pueden evitarse” aunque estoy segura que nunca dejarán de hacerlas, ya que la panadería, el almacén ó la carnicería son los primeros puntos de contacto donde organizan su organigrama diario de intercambio de “informes parroquiales” referentes a vidas y milagros de comunes conocidos. Y así, mientras compran el pan nuestro de cada día ó eligen la falda y la verdurita para el puchero familiar, truecan chismes, renuevan datos, juzgan hechos, alaban o desaprueban conductas. Ellas no saben que serán de alguna manera inmortales gracias a su inagotable chisguetear * y a mi memoria infalible.

A las 3 de la tarde, ya alimentadas a sus familias, lavados los platos y aseadas las cocinas, como obedeciendo una orden transmitida tácitamente, se dirigen presurosas a la casa de las hermanas Hortensia y Emilia, las vecinas más antiguas de la cuadra. Algunas llevan un tejido, otras una prenda para remendar, un bordado para realzar alguna toallita para cuando venga el médico ó alguna labor de tapicería. Nunca las manos están inactivas porque nunca las lenguas están ociosas. Y así estas buenas mujeres comienzan sus labores manuales mientras, sin saberlo, se convierten en cronistas de las historias chicas de la sociedad marplatense. Sus historias tienen el valor de ser reales aunque las invalida la subjetividad de las relatoras. Son auténticas pero carecen de formación académica. Son crónicas que nacen al calor de las hornallas. Y así serán recordadas. Se diría que Hortensia es incapaz de pensar por su cuenta. Es cándida, tanto que cree cualquier cosa que se le diga, por más disparatada que sea. Nunca se casó simplemente porque nadie le propuso matrimonio. Su hermana, Emilia, es mayor. Ella sí se casó pero, aunque ya embarazada, su esposo la abandonó tres meses después de la boda. Cumplido el tiempo del embarazo nació una niña, Maria Cecilia quién tiene así dos madres y dos tías, puesto que los roles entre ambas hermanas se mezclan de acuerdo a las travesuras y/o necesidades de la niña que es mi amiga. No tienen problemas económicos, viven de las rentas de unas propiedades que heredaron de los abuelos, inmigrantes españoles que vinieron a la América y bien que la hicieron, ya que al morir dejaron a Hortensia y a Emilia un importante patrimonio.
La hermana soltera tiene un cierto aire inocente debido a sus ojos glaucos, como bolitas de porcelana, abovinados, asombrados quizá por su sufrido celibato. Emilia, la que se casó “no sé para qué” - muletilla que repite constantemente como olvidándose que el para qué tiene un nombre: María Cecilia - había sido muy bonita en su juventud, pero su belleza quedó marchita en su rostro no sólo por los años sino por la ofensa de la inexplicable huída de quién la había llevado al altar.
La tercera integrante de este quinteto es Teresa, una castaña desteñida por incipientes canas, algo sorda y bastante corta de vista. Siempre prolijamente peinada, discretamente maquillada y cuidadosamente vestida. Teresa, al igual que Hortensia, es soltera de toda soltería aunque no por propia voluntad. Pero en su caso no fue por falta de pretendientes. Fueron esas cosas de la vida, inexplicables pero inapelables. Vive con su hermano viudo y tiene un sobrinito al que cuida como puede debido a su discapacidad auditiva. Nunca falta a la cita diaria en la cocina de la casa de sus amigas, aunque siempre llega algo tarde. Pide disculpas por su retraso diciendo que siente mucho si es que su tardía presencia interrumpe la conversación de sus amigas. Les ruega que no le presten atención y sigan con su charla ya que ella tiene escasos recuerdos de conversadora. Todo esto lo dice en un tono estridente ya que por su sordera no puede medir la intensidad de su voz. Saca su bordado de turno firmemente sostenido por un antiguo bastidor. Sus dedos finos, largos, blancos, comienzan a moverse. Una puntada hacia abajo, otra hacia arriba y la flor discretamente marcada sobre el finísimo lino toma forma y color. Corta los hilos sobrantes con una pequeña tijerita dorada que hace juego con el borde de sus anteojos y con el pequeño áureo dedal que refleja la luz de las bombillas que, a pesar de la temprana hora vespertina están encendidas. Es comprensible, todas ellas comparten el mismo grado de presbicia y alguna que otra catarata. Teresa siempre está sentada muy tiesa, casi estática a pesar del movimiento de sus manos. Sus ojos son azules, muy azules aunque velados por las dioptrías de sus lentes. Siempre usa vestidos muy parecidos a los de sus amigas, no tanto en el diseño sino en el estampado.
Doña Paca, la viuda, es la veterana del grupo. Siempre está dedicada a una interminable labor de punto que, como Penélope, parece destejer por las noches para tener algo que tejer por las tardes. Es fea, decididamente fea. Severa casi sargentona. Es su forma de ser que se delata en su recio manejo de las agujas de tejer y sus enérgicos movimientos al tirar de la lana cada vez que forma un punto. De corpulento talle, siempre viste de negro. Mordaz en sus juicios; subjetiva en sus apreciaciones. Vive sola. Sus dos nueras con sus voluptuosos engaños le han arrebatado el cariño de sus hijos. Ella no va “a mendigarles un poco de cariño a esas putonas”, repite a cada lazada de lana. No concibe que esas mujeres entren alguna vez en la austera rutina de su vida.
Carlota completa el grupo. Es tan mayor como las otras pero no lo parece. Hoy es atrayente, ayer fue hermosa. Es carnosa, redonda, rosada. Su voz es dulce y sus gestos son suaves. Tiene un matrimonio de años, pero no es feliz con su marido. La falta de hijos ha hecho de su matrimonio una costumbre. Una costumbre que la aburre, ha encanecido sus cabellos y encallecido sus sentimientos. Quien fue en su juventud toda suavidad con su marido es ahora áspera y regañona con el pobre hombre. Su única diversión es inmiscuirse en la vida de los demás. Ella es la que trae más chismes. De muy buena posición económica, tiene una mucama cama adentro quien es la que prácticamente le lleva la casa, y una señora que viene dos veces por semana a lavar y planchar la ropa del matrimonio. Sin hijos y sin ocupaciones domésticas, llena sus horas vacías satisfaciendo las dos zonas erróneas de su personalidad: es una compradora compulsiva y una investigadora implacable de infracciones domésticas ajenas. Es la más peligrosa de las cinco amigas pues en Carlota – excepto en su voz y sus gestos - todo lo que fue dulce, tierno o suave en ella, se ha transformado en acritud, malevolencia, descontento. Pobre él o la que sea juzgado por este tribunal supremo, cuyas sentencias son inapelables.

Ludopatía

Mar del Plata, enero 1950.
Sin saber exactamente el significado de la palabra “ludopatía”, Doña Paca trae el tema. Ayer leyó en el diario La Capital una nota escrita por un señor que se llama David Borthiry sobre Anita Formisani, quien es no sólo famosa en los casinos de la Costa Azul sino en cualquier parte del mundo donde haya una bolita girando en pos de la suerte dada por alguna de las treinta y siete casillas numeradas de 0 a 36. Anita también es famosa en la ruleta marplatense. Yo tengo entre mis chiches una ruleta chiquita con un cartón largo que es como una mesa del casino, según dice mi papá. Es que mi papá ha ido al casino cuando era más joven y sabe de eso. Me cuenta que antes los marplatenses tenían prohibida la entrada al casino y él, con algunos amigos, se las ingeniaban para entrar pues tenían cédulas de la Capital Federal. Eso pasaba cuando los dueños del Casino eran unos señores que se llamaban Machiandiarena y Solá. En casa hay unos lapicitos de color verde que tienen en un costado impreso estos nombres. Cuando juego a la ruleta yo los uso y escribo con ellos sobre unos papelitos que tienen cuadritos rojos y negros; en verdad no sé para que son pero es como si estuviera en la “Casa de Piedra” como mi papá llama al Casino. Yo creo que ni la mamá ni la tía de Maricé ni ninguna de las otras señoras han entrado alguna vez al Casino. Aunque todas ellas ignoran que los jugadores empedernidos lo son debido a una necesidad compulsiva de participar en juegos de azar, cualquier tema es bueno para mi quinteto parlanchín. Y así cae en la rueda del chusmerío el empresario que vive en el chalet de la vereda de enfrente. Cada una de ellas quiere poner su granito de arena en la montaña de semejanzas y diferencias que están formando entre el vecino y Stanislava Sikaparija, más conocida en el ámbito lúdico de la Perla del Atlántico como Doña Anita.

Doña Paca desde su trono, sin dejar de formar la eterna tela de su sempiterna urdiembre, sentencia que es ley que a todos los jugadores la suerte que hoy les sonríe, mañana les volverá la espalda. Emilia asiente con la cabeza sin apartar su vista de la pecherita alforzada de la blusita que está terminando para María Cecilia. Hortensia toma la palabra por su hermana e informa a sus cofrades que la chica que trabaja para la señora del empresario de enfrente, le debe a cada santo una vela y que a ella le deben el sueldo del mes pasado.
Una exclamación, mezcla de asombro e indignación acompañada de entrecejos fruncidos y gestos despectivos, proviene de las gargantas y rostros de Paca, Emilia y Carlota. Esta última agrega que la culpa es también de la mujer porque ella siempre acompaña a su esposo al casino y que con los aires de “dama” que ella se da, cada visita al casino – y van todos los días – supone un gasto fijo de peluquería y tintorería, ya que son habitúes a la “sala de Nácar” donde la apuesta mínima es cinco veces más cara que la apuesta en las salas comunes. Además ahí ellos juegan sentados a la mesa de ruleta y bueno… las comodidades hay que pagarlas. Emilia pregunta el por qué del nombre tan pomposo, “sala de Nácar” y Carlota, la sabelotodo del grupo, le dice que es porque se apuesta con fichas hechas de nácar y que la apuesta más barata es de $5. Hortensia abre los ojos más redondos que de costumbre y en un Ave María informa a sus amigas que le dijeron que ella juega más que él. Doña Paca vaticina que en cualquier momento van a tener que vender el chalet y las dos hijas del matrimonio, las que se dan de finas, van a tener que ir a trabajar. Más exclamaciones. Teresa sigue con su labor de aguja formando hermosos dibujos con diferentes puntos. Su sordera está hoy peor que nunca. Y cuando esto sucede se diría que está más ida que sorda. No interviene en la conversación porque no entiende ni palabra de lo que se comenta. Hortensia parece estúpidamente orgullosa y asombrada al ver el farfullo que su información produjo. Pero doña Paca no quiere perder protagonismo y vuelve sobre Anita Formisani. Esta impaciente por meter baza. Mientras no accede a su turno en el intercambio de opiniones se entretiene en tironear la hebra de lana de su vapuleado tejido. ¡Por fin! Sus ojitos taimados, con bolsas por debajo y cejas dibujadas por arriba, se achican aún más como avizorando con una mal disimulada presuposición el triste futuro de esa mujer dueña de una enorme y generosa hucha. Ella cree que nunca se le agotará pero ya va a ver, sentencia la robusta pitonisa. Basa su funesto augurio en que leyó en el diario que las apuestas de Anita se acercan a los ¡diez mil pesos por bola! Carlota, que está en unos de sus días migrañosos, levanta su nariz, que tenía semi sepultada en su taza de té de tilo y se une a los malos augurios de la vieja tejedora. Así dictamina que a esa mujer alguna vez se le va a acabar su fortuna por ofender a Dios de esa manera.

Quién hubiera dicho que estas pitonisas de entrecasa, sacerdotisas del dios Chisme que daban sus oráculos en el templo de la cocina de las hermanas Hortensia y Emilia iban a ser tan precisas. Ellas no se detenían a pensar que el Hombre nace con un destino y que éste es inalterable. Que la suerte está ligada a las eventualidades del mundo mientras que el destino tiene que ver con los designios de la Providencia… Por eso el final de estas historias no pudo ser distinto.
En una taciturna y fría mañana de 1986, en una pequeña habitación de una pensión geriátrica de la calle Castelli de la ciudad de Mar del Plata, deja de existir una octogenaria que pudo haber sido quizá el último símbolo de La Belle Époque marplatense. Al día siguiente será enterrada ante la indiferencia de vecinos locales y algunos turistas que nunca faltan en la ciudad. Tanto unos como otros jamás tuvieron conocimiento de la existencia de esta mujer que dilapidó no una sino varias fortunas y no dejó ni un peso de herencia. Pero vivió una vida imposible de repetir.
Coincidentemente en ese mismo año se vende el chalet de enfrente. Ya nadie vive en él. La dueña de casa se había enfermado muy seriamente. Estuvo mucho tiempo postrada; el suficiente para ver irse el mobiliario de su casa y las pocas joyas que se salvaron de desaparecer sobre el verde tapete ruleteril. Según el diagnóstico de las cinco charletas cronistas, que de historiadoras pasaron a ser médicas, la pobre mujer murió de pena. Es de señalar que el esposo no se separó de ella. Cumplieron con el mandamiento del sacramento que los unió para siempre. Sólo la muerte los separó. El censurable placer que les proporcionaba el juego y la degradación económica resultado del deleite compartido ante una rueda que gira sobre un tapete verde, los unió más que nunca. Una hija se casó, la otra no. Quizá estén viviendo en algún barrio de Mar del Plata.




La institutriz

Los Quince Años de un Sueño en Viena

Una fría tarde de un día cualquiera de una semana del mes de junio de 1950…
Carlota pregunta a sus amigas si se acuerdan de la niñera de una familia de dos apellidos que no recuerdo porque son fonéticamente complicados de retener para una niña de ocho añitos. Estos nombres difíciles de recordar no producen reacciones extemporáneas en las cuatro señoras. Cada una sigue con su ganchillo, tijerita o agujetas. La pregunta de Carlota no es más que una interrogación retórica, ya que las amigas contestan con otras preguntas como: ¿acordarnos de quién?, ¿por qué?, ¿cómo?
Carlota, impaciente ante la no reacción de sus amigas, hará estallar la bomba chismosa, más potente por lo inesperado que por su carga explosiva en sí. La niñera, esa desvergonzada que había roto el matrimonio de tan conceptuado profesional, que lo separó de su esposa e hijos y que por más 15 años se paseó descaradamente con él, como si hubiese sido su legítima esposa. Pues bien, ayer Carlota había ido a La Fama a comprar unos hilos para bordar y de paso ver la nueva mantelería que había llegado. La Fama es una de las mercerías más paquetas de Mar del Plata y Carlota es una de sus más asiduas clientas. La Fama está en la calle San Martín, vereda impar, antes de llegar a la calle Santiago del Estero. Mi mamá a veces va a comprar ahí, aunque dice que venden muy caro. Cuando Carlota volvía por la calle San Martín, al pasar frente a la Catedral, la había visto en la Plaza San Martín, sentada cerca del Calendario…. ¡No lo podía creer!... ¿A quién había visto? preguntan tres voces al unísono ya que Teresa, autista ótica, ni se da por enterada. “Estoy hablando de la niñera de los WXZWYXZWYXZY”, se impacienta Carlota. ¡Otra vez los nombres difíciles! Y agrega más datos. Dice que la reconoció casi de inmediato a pesar de su deteriorado aspecto. Estaba sentada en un banco de la plaza tapándose con tres pedazos de frazadas sucias sobre su espalda y falda y un pañuelo más sucio aún cubriéndole la cabeza para protegerse del frío.
Hortensia deja el papel de molde sobre el cual está calculando la sisa de una blusa para su hermana y en un gesto repetitivo, muy de ella, abre sus ojos más esféricos que de costumbre. Emilia deja en suspenso el conteo de los puntos del ocho que está formando en su tejido. Doña Paca casi se atraganta con la pastilla de orozuz que está chupando mientras Teresa sigue bordando ausente de la novedad un poco por su sordera y otro poco por la muy baja voz de la cronista de turno. Y de ahí en más comienzan a desgranarse los datos biográficos de la pobre infeliz: la austriaca fue tomada como institutriz de los chicos de la familia cuando la hija mayor tomó la Primera Comunión. Por esa extranjera él abandonó a su esposa y sus hijos. ¡El dejó todo para estar con ella!
“Ella también dejó todo” corrige Teresa quien, sin levantar la vista del bordado, se entera de lo sucedido porque sus amigas han conseguido lo que ningún afamado otólogo pudo hasta este momento: que ella oyera de corrido una noticia casi completa. Todo gracias al Belén armado por sus correligionarias. Emilia no puede ocultar un tonillo mezcla de satisfacción y envidia cuando recuerda que después de muchos años el marido infiel – y arrepentido - volvió con su legítima esposa y a la “otra” no le dejó ni plata, ni casa, ni nada. Emilia está satisfecha porque ese hombre dejó a la “otra” en la calle, y envidiosa porque ella todavía está esperando el regreso del papá de Maricé.
Carlota con su blanda voz de jueza inapelable da su veredicto sentenciando que ese tiene que ser el destino de todas estas mujeres: vagabundear sin casa, sin ropa ni amigos. Se regodea al agregar que vio que la pobre pordiosera tenía a su lado un destartalado cochecito para bebé lleno hasta el tope de ropa sucia, cartones, trapos y algunos platos y tazas de loza rajados o enlozados y cachados por el uso y el abuso. ¿Cómo pudo ver tantos detalles? A mi me sorprende como pudo ver tantas cosas. Yo no puedo. A lo mejor los grandes ven más cosas que los chicos. A ninguna de las cinco se les ocurre preguntar – menos pensar - dónde pasa sus noches esa pobre mujer. Ellas toman mate calentito, adornado con bizcochitos de grasa o palitos de anís y no se les ocurre pensar que en Mar del Plata hace mucho frío, mucho frío y a veces llueve. Maricé y yo estamos tomando Toddy y comiendo los mismos bizcochitos de grasa y los palitos de anís que comen su mamá, su tía y las amigas de ellas pero a mí me parece que esta noche no voy a poder dormir. Es que pienso que hace frío y que debe ser malo dormir en la plaza.
El mate sigue pasando de mano en mano mientras sigue el cotorreo que se ensaña con la pordiosera cuyo único pecado ha sido ser bonita y amar. Pero yo soy muy nena para darme cuenta de esto.

Muchos años después una anciana - muy anciana no por los años acumulados biológicamente sino por las penurias amontonadas durante tanto tiempo – cuenta cosas de su juventud a una las señoras que de tanto en tanto va al Asilo de Ancianos a visitar a los abuelos huérfanos de cariño.. Son chispazos de memoria que se encienden y apagan como luces de navidad. Aunque no recuerda el nombre de su madre dice haber nacido en Viena. Dice que no está sola, el hombre que ella amó está a su lado. La señora que la escucha finge verlo. Es que no hay ningún hombre a su lado. La viejita en un destello de lucidez se da cuenta que no hay nadie y dice que él no está pues fue hasta la casa que tienen en la plaza para buscar alguna frazada. Se acomoda una vieja pañoleta sobre la falda, mientras murmura que es un tiempo raro. Murmura que todavía falta para el calor, que la primavera está hecha a propósito para no tener que envolverse en ropa. Ella se arregla como puede pero tiene que tener preparada mucha vestimenta distinta…. Luego muestra con orgullo una caja que guarda bajo la silla donde está sentada. En la caja tiene dos platos y otras tantas tazas de loza rajadas. Es su ajuar. Los recuerdos brotan a ratos. La mirada se vuelve distante, desvaída ……….. Es muy difícil tener una casa. Después que él se fue… … ¿o fue antes? ella tuvo una casa de campo. Los recuerdos vuelven a mezclarse en su mente. Pide cigarrillos aunque sabe que nadie se los dará. En medio de su drama lo único que le queda de su juventud y de sus días de esplendor son sus recuerdos tan enredados aunque milagrosamente sobrevivientes en medio de ese caos espiritual que es su vida de anciana vencida. Cuando sonríe lo hace dulcemente. Pero su mirada… es tan distraída, tan ausente.
Recita unos versos en alemán. Mira hacia el suelo tapizado de rojiblancas baldosas y dirigiéndose a ellas les dice que ella sabía alemán, inglés… pero se olvidó. Parece retornar al presente cuando le cuenta a quien la acompaña que estuvo en Italia con su hombre cuyo nombre no recuerda. Ayer en su juventud en su Viena natal, fue Sissí, la soberana adolescente que soñaba y danzaba al compás de los valses de Strauss. Hoy en su ancianidad, acá en la ciudad de Mar del Plata, es Violeta, la Traviatta que lleva sus camelias escondidas sobre su regazo bajo una vieja pañoleta. Lo que no esconde es su mucho amor hacia ese hombre con el que no se acuerda si se casó. Suspira y con una voz cada vez más débil, más inaudible, casi en un susurro, confiesa haberlo amado mucho pero él se fue y no lo vio más… nunca más. Parece buscarlo con la mirada perdida en el espacio vacío. El esfuerzo visual le hace cerrar sus arrugados párpados sobre sus fatigados ojos. De sus pálidos finos labios cerrados en una dulce sonrisa no sale sonido alguno. Y así, lentamente se duerme en un sueño que algún día será eterno como eterno ha sido su amor hacía ese hombre que, quizá arrepentido de haberse ido de su lado, debe estar esperándola en algún lugar del espacio celeste.

La Viuda, el Viudo y la Ánima

Mar del Plata, marzo 1950. Cementerio de la Loma. Día Martes 10 horas.

Frente a la bóveda familiar, el viudo llora desconsoladamente. Familiares, amigos y vecinos le acompañan en el sentimiento. ¡El viudo y la difunta habían sido tan unidos! “Pobrecita… irse tan temprano de esta vida”, lloriquean las 5 vecinas amigas ya de regreso de la necrópolis marplatense .Ella había sido la modista que vivía en el barrio. Eso no disminuye su cotización social, ya que todas sus clientas, Carlota es una de ellas, pertenecen a la clase media “acomodada” marplatense. “Pobre… quedarse viudo casi cincuentón”, murmuran las mismas dolientes buenas señoras, algunas de ellas con un poquitín de maledicencia. Él es jefe de mantenimiento en la sede marplatense de un ente estatal.
Como el sepelio tuvo lugar a la mañana, tanto la mamá como la tía de Maricé pudieron asistir al mismo. Así que esa tarde el único motivo de intercambio de opiniones se centró en tan infausta ceremonia y, por supuesto, en los protagonistas de la misma. Doña Paca abre el debate. Dice entre chupada y chupada a la bombilla del mate que comparte con sus cuatro amigas, que la pareja no había tenido mucha vida social. La difunta salía muy poco de su casa. Siempre estaba trabajando. Carlota dice comprender porque la finada no tenía ni tiempo ni ganas de ser anfitriona en su hermosa casa de dos pisos. Las hermanas Hortensia y Emilia agregan casi a dúo que la pobrecita había transformado la planta baja en taller de costura y salón de pruebas. Carlota dice que una vez subió hasta el dormitorio; fue a probarse un vestido pero ella no la pudo atender porque estaba en cama, muy descompuesta. Para Carlota eso fue un aborto. Hortensia y Emilia se inquietan ante esa palabra, tratan de cambiar la conversación con gestos y siseos mientras nos señalan a Maricé y a mi que estamos tranquilamente dibujando las carátulas en los cuadernos que acabamos de comenzar ya que son nuestros primeros días de clase. Nosotras somos amigas pero no vamos al mismo colegio. Maricé va a un colegio de monjas. Yo voy a la Escuela Nº 6. Mi escuela está cerca de casa. Antes me gustaba más ir a la escuela porque era más linda que ahora. Era más chiquita y yo estoy muy encariñada con ella. Estaba en la esquina de la calle Brown con la calle Rioja. Pero ahora es más grande y no me gusta, se que no me va a gustar. Además está más lejos, en la calle Mitre y Gascón. Yo voy al colegio por la mañana y voy a tener que cruzar la Plaza Mitre que es linda cuando hay sol, pero no temprano por la mañana. Me pregunto que tiene de malo la palabra aborto que dijo la regordeta Carlota. Creo que después, si me acuerdo, le voy a preguntar a mi mamá.
Lo que sí alborotó a todas es que ellas nunca se habían enterado de ese hecho.
Carlota sigue adelante contando lo que vio y criticando en retrospectiva. Comenta que el dormitorio era precioso, todo muy coqueto. Estaba todo vestido con las cortinas y las colchas que la finada había comprado en Asplanato y Galloni. Pero ¿para qué?.... si su marido siempre pasaba largas horas fuera del hogar. Teresa, en unos de los raros momentos en que su sordera parece amenguar, escucha las últimas palabras de Carlota. Levanta la vista de su labor, mira lánguidamente a sus amigas y así detiene el parloteo de ellas. Su aguda voz se eleva tímidamente en defensa del viudo diciendo que seguro que siempre volvía cansado de su trabajo. Agrega a su alegato lo responsable que él es en sus tareas. Doña Paca, la que parece saber todo, confirma de alguna manera la observación de la sorda diciendo que ya en su casa, y después de entrar su coche en el garaje, se calzaba las pantuflas y no salía hasta la mañana siguiente. Emilia, gran conocedora del desapego marital, sentencia que nunca hubo amor entre la pareja, la que nunca fue un ejemplo de amor y compañerismo. Calcula cuantas veces él le debe haber puesto los cuernos a ella. Otra vez siseos y gestos nerviosos señalándonos a nosotras. Basa sus cómputos en sus propias desdichas conyugales las cuales son bien conocidas por sus amigas. Hortensia - ya virgen inconsolable - piensa en silencio sobre la apostura de este hombre que ella ve pasar por la puerta de su casa casi todos los días, tan alto, tan bien vestido, siempre bien peinado, bien afeitado, con su bigote tan sentador! Hasta se imagina el aroma de su perfume, un perfume fuerte, varonil pero delicado a la vez. Mientras repasa la costura floja de la sisa de una blusa de María Cecilia, se dice a si misma que buen partido sería este flamante viudo.

Un año después en Tandil. Semana Santa. Viernes Santo, 22 horas.

Una sombra furtiva sale del auto bermellón estacionado en el patio trasero del hotel. Una vez fuera del coche, levanta la vista hacia una ventana del ala derecha del segundo piso. Sus cortinas no están corridas y una luz cálida, que se filtra a través de los vidrios, permiten ver los movimientos de las siluetas de las dos personas que ocupan la habitación. La sombra se desliza sigilosamente hacia arriba para acomodarse en el alfeizar de la ventana en cuestión para desde ahí poder atisbar tranquilamente. Pero su tranquilidad se desvanece en un espasmo mezcla de odio e impotencia al ver la escena que se está desarrollando en la habitación. La hijaputez de la escena la encoleriza. Amenaza con volver a la vida y castrar al desgraciado… ¡Engañarla con la Viuda Alegre de la otra cuadra! Y no sólo eso, él está usando el pijama que ella en vida le cosió para su cumpleaños y la otra tiene puesto el que siempre fue su camisón más lindo. Al finalizar su soliloquio de espantajo herido y sin dudar un instante, la sombra se escabulle ubicándose entre las costuras de la pretina del pantalón del pijama del viudo. Una vez allí la ánima cruza el dedo índice de su mano derecha sobre el dedo índice de su mano izquierda en forma de gancho. Y espera…

Mismo lugar. Sábado Santo, 00.30 horas.

El doliente viudo está anonadado. Y más doliente que nunca. Hace más de dos horas que se esfuerza en demostrar sus habilidades de macho marplatense. Todos sus braguetazos han sido bragazas. Su impotencia aumenta en forma proporcional al silencio piadoso de la Viuda Alegre de la otra cuadra. Al final vencido por la situación se sienta al borde de la cama, campo de batalla y escenario de su derrota, y mientras mira su arma masculina reducida a una arrugada nada se pregunta en un susurro que es casi un sollozo ¿por qué eso jamás le había pasado con la difunta? ….

Mismo lugar. Sábado Santo, 01,00 horas.

Desde la ventana que da hacia el patio trasero del hotel, mientras mira sin ver al auto rojo cuidadosamente estacionado, en un frustrante monólogo la Viuda Alegre de la otra cuadra se dice que cuanto mejor hubiera sido quedarse en casa antes que viajar con este pollerudo que no sólo trajo consigo el retrato de la finadita y lo puso sobre esa mesita con espejo que sirve de tocador de ese hotelucho de cuarta…sino que lo único que decía a cada rato: “con ella esto nunca me pasó… con ella esto nunca me pasó…”

Mismo lugar. Sábado Santo, 01,05 horas.

La sombra se escurre de la pretina del pantalón del pijama del hombre. Sus dedos no están más cruzados. Ya no siente furia ni inquina por la frustrada pareja que está en la habitación. Es un ánima exultante de alegría. Y mientras vuelve a su mirador en el alfeizar de la ventana, piensa… “¡cuán boludos son los seres vivos…!


















La de la esquina

Mar del Plata, febrero 1950.

Esta señora es una vecina que si bien mantiene cordiales relaciones con las cinco integrantes de este rocambolesco conjunto, no se relaciona más que por una palabra o un gesto de fría cortesía cuando se encuentra o se cruza con alguna de ellas en la vereda. Ella también pertenece a esa noble raza de chismosa barrial, aunque es mucho más joven que las cinco ya algo viejas cócoras charlatanas. Vive en la casa de la esquina, la que tiene ventanas sobre dos calles. Esta privilegiada posición le permite chusmear sobre ambas aceras con sólo mirar a través de los visillos. Por eso no le importa mucho permanecer en casa. Además como tiene hijos chicos, sale todos los días a la puerta de su casa para vigilar a los pequeños mientras éstos juegan en la vereda. Maricé y yo a veces jugamos con los chicos, pero son muy nenes para nosotras. Ella sabe vida y milagros de todos los que pasan por frente a su puerta, la que constituye, tomando en cuenta las ventanas ya mencionadas, un valioso tercer frente de observación.
Pero esta mujer es egoísta ya que nunca comparte sus informaciones con las convecinas. Ni siquiera hace las compras en los negocios del barrio. Su esposo, que es ingeniero, y mi papá son amigos. Mi papá va todos los sábados a Batán a comprar carne y verdura a una quinta de las afueras de la ciudad, las que luego reparte con su amigo. Por esto la señora de la esquina no compra nada en el barrio. Su despensa es La Estrella Española, una de las más grandes despensas de Mar del Plata, que está en Rivadavia y Córdoba. A mi mamá también le gusta comprar alguna vez en la Estrella Española pero no muy seguido. ¡Siempre hay tanta gente! Cada dependiente tiene como su clientela fija y entonces hay que esperar que atiendan a un cliente para después dedicarse a otro. Lo que me gusta es ver cómo hacen los paquetes cuando envuelven el azúcar, los porotos o garbanzos que mamá compra entre otras cosas. Volviendo a la señora de la esquina, su esposo pertenece a una de las familias de más raigambre en la sociedad marplatense. Sus abuelos y sus padres fueron gente laboriosa, de trabajo. Hoy gozan de una buena posición económica y social. Que mi papá y el ingeniero sean amigos es como un freno a las críticas que las cinco amigas le puedan hacer a la vecina en cuestión delante de mi presencia.
Pero de repente todo estalla en la cocina donde Maria Cecilia y yo estamos jugando al Ludo. Prestamos poca atención a la verborrea de su mamá y de su tía. Sin embargo a mi me llama la atención que Emilia esté llamando por teléfono a las demás contertulias para pedirles que vengan antes de la hora acostumbrada porque tiene una bomba para contarles Ambas hermanas escucharon en la radio una noticia sobre un joven marplatense que ha desaparecido misteriosamente. Luego, cuando se da el nombre del joven, Emilia se da cuenta que se trata del único hijo de la hermana mayor del marido de la antipática vecina. Antes que lleguen las otras tres, Hortensia va a comprar La Capital para ver si salió algo sobre este asunto. La Capital es el diario más importante de la ciudad. La encargada de leer en voz alta toda la información brindada por el diario es Doña Paca. Es la que tiene la voz más fuerte, lo cual es importante pues es necesario que nadie quede fuera de la noticia, en especial Teresa. Dicen las noticias del diario que se encontró el coche del joven abandonado junto a las vías del tren, cerca de la salida de Mar del Plata. No había señal de daño físico pero las llaves del encendido y del baúl estaban tiradas sobre el piso, cerca del tablero. Es un dato preocupante. Por eso, sin perder un instante comienzan las cinco a deliberar el por qué, el cuándo y el cómo de todo este misterio.
Abre el debate la jefa de este matriarcado preguntando que le habrá pasado a este muchacho que tiene de todo. Ninguna de las cinco tiene respuesta válida; una dice que es sólo un rico holgazán; otra parece disculpar su ociosidad porque es el hijo único de una familia de mucho dinero que, además, porta un apellido respetable. Carlota – cuándo no - es la que alborota el avispero. Informa que hace mucho que se rumorea en la peluquería donde ella se atiende, a la que también acude la mamá de este muchacho, que él está enamorado de la hija de la cocinera de la estancia de los abuelos paternos del joven. También se comentó lo mismo en el negocio de lencería donde ella suele comprar su ropa interior. Y es Doña Paca, inefable presidenta de este consorcio chismeril, la que ubica los hechos en forma lógica y hasta por orden cronológico: sin duda el borrego se fue sin avisar a nadie… pero su madre debe haber estado alertada de que algo va a ocurrir… no olvidarse de la intuición materna. Hortensia, inocente como siempre, se conduele de esa madre que debe haber estado preocupada, a lo mejor pasando noches enteras espiando a través de las celosías. Emilia dice que ella sabe lo que es esperar la vuelta de alguien, escuchando atentamente cada ruido, estar sola en una cama grande y lo único que llega es la claridad del amanecer. Carlota está segura que se fue para juntarse con la hija de la cocinera. Las cinco coinciden en que este escándalo le va a bajar los humos a la de la esquina.
Han pasado tres días desde la noticia bomba. Hoy ha sido informado por el diario primero y la radio después, de la aparición del desaparecido. El muchacho ha regresado. Se había ido dramáticamente, pero no muy lejos. Viajó a una provincia del norte y, cuando se quedó sin dinero, pegó la vuelta. Patética aventura de entre casa la de este galán de medio pelo. Patética pero positiva pues se casa por civil y por la iglesia con la mujer que él ha elegido. Su madre acepta ser la madrina. Esa es la última actividad social de la matrona. Es que todo esto es una mancha en el prontuario social de la familia, que como no se puede ocultar, que es imposible de borrar.
Mientras Maricé y yo seguimos jugando al Ludo, no puedo evitar oír las conjeturas hechas por estas profetisas domésticas. Las cinco dicen que en esta boda la felicidad será esquiva para todos.

Han pasado muchos años. En el barrio ya no están las comadres ni la vecina de la esquina. Hoy nadie se acuerda de esa aventura de amor protagonizada por un joven marplatense impaciente por consumar su deseo en contra de los planes de su madre, la que nunca lo entendió. El círculo de amigos compadeció a esa pobre mujer que aceptó el casamiento de su hijo con esa “muchacha”, quizá como una penitencia que absolviese su pecado de madre castradora. Penitente arrepentida, antes centro de las veladas más encumbradas de la sociedad marplatense, después sólo recipiente de miradas de conmiseración en esas mismas reuniones. La madre de este joven fue en su juventud y en su madurez una bella mujer. Morena, segura de si misma no sólo por su belleza sino por su poder económico, aceptó todas sus derrotas sin perder su porte de reina. Lo que perdió fue su salud y las pocas ganas de vivir que le quedaron después del casamiento de su hijo. Se consumió lentamente y se fue silenciosamente de este mundo sentada en su silla de ruedas. Es como que ya su vida no tuvo más rumbo propio y sólo iba donde la llevaban los demás o, quizá, las circunstancias marcadas por su destino. Nunca más se comentó ese suceso que hizo hablar a tantos marplatenses.



Una historia de amor sin libreta ni sacramentos

Mar del Plata, mayo1950.

Hortensia y Emilia se miran asombradas. Desde el fondo del pasillo que conduce hacía la calle, se oyen unos pasos presurosos, casi como si alguien se acercara en veloz carrera hasta la cocina donde ellas están preparando el escenario de sus reuniones diarias. Inesperadamente hace su entrada Teresa. Sus mejillas están enrojecidas y respira con agitación. Su cabello no está tan prolijamente arreglado como de costumbre. Uno de sus pómulos, el izquierdo, está ligeramente hinchado. Ella, que nunca falta a la cita diaria en la cocina de la casa de sus amigas, ayer estuvo ausente. Ella, que siempre llega algo tarde a las reuniones, hoy pide disculpas por su adelanto diciendo que siente mucho si es que llegó antes que Doña Paca y Carlota, pero que no contará nada hasta que no estén todas juntas. Sin más explicaciones, se sienta en su rincón, saca su bordado y empieza trabajosamente a enhebrar una fina aguja, herramienta de su trabajo y cetro de su reino privado de casi todo sonido.
Por fin llegan las otras dos integrantes del grupo. Como de costumbre, Teresa sorda como una tapia en estos momentos, no se da cuenta de que el quinteto está completo. Así que son las hermanas quienes se encargan de brindarles a las recién llegadas la poca información que tienen con respecto a este desbarajuste en la rutina de sus vidas. Una vez que la pava, el equipo matero y las masitas de maicena están sobre la mesa, las cuatro se ubicaron en sus respectivos lugares – hasta en eso son rutinarias estas mujeres – decididas a terminar con el tremendo suplicio de no saber el porqué del cambio en la conducta de Teresa. Es Doña Paca, con su vigorosa voz la que trae a la realidad a aquella pobre sorda que hoy, absorta como está en su tarea, parece hasta dulce y conmovedoramente bonita. Y así cuenta que el día anterior no había podido dormir a causa de un terrible dolor de muelas. Como su dentista hacía quince días había sido mamá, no atendía. Por eso su hermano la llevó de su dentista. Era urgente, así que no tuvo más remedio que ir. Hasta ahí esa aventura no tiene nada de extraordinario, dicen sus amigas. Esto lo escucha muy bien Teresa, pues en estos momentos parece que el velo entre sus oídos y los sonidos es más sutil que de costumbre. Así que sin perder un instante se apresura a agregar más información. Cuenta que el dentista de su hermano es el que dio tanto que hablar cuando dejó a su mujer y a sus dos hijos – uno de los cuales es artista de cine - para irse a vivir con su amante de tantos años. Dice que cuando estuvo en la sala de espera pudo ver por un instante a la mujer que vive con él, ésa de la que todo el mundo habla y casi nadie conoce. Y ahí la tertulia, como cediendo a una reacción súbita y colectiva, se queda boquiabierta, impresionada por la mención de esa mujer. Pero pronto del estupor pasan a la acción y comienzan a atosigar a la pobre Teresa pidiéndole más detalles de su aventura. Pero la sorda se siente confusa ante su imposibilidad de decodificar los mensajes emitidos por esas voces que se mezclan y confunden en sonidos ininteligibles para ella. Por eso se abroquela en su discapacidad, dice no entenderlas mostrándoles a sus amigas su oído y su frente en un triste gesto de impotencia. Al no poder tener más información, las cuatro matronas deciden armar ellas mismas el mapa itinerante de los amores del dentista y la mujer que lo acompaña sentimentalmente desde hace algunos años.
Imposible determinar quién dice que, el parloteo es incesante pues cada una de ellas, excepto la bordadora aislada de todo sonido, está empeñada en añadir un troquel más al rompecabezas de la vida sentimental de la pareja.
Así, sin solución de continuidad, se desarrollan los hechos en un casi orden cronológico.
Ella es como 10 años mayor que él. Había sido empleada en una repartición estatal Se conocieron porque vivían en la misma pensión. Seguramente los acercó el tema de la salud bucal. Pero quizá fue una necesidad emocional de parte de él. ¡Pero si él tenía novia! Una chica de buena familia, de la Capital. La que lo buscó fue la otra. El fue siempre tan buen mozo y tan educado. Morocho, alto, delgado y tan cortés. Seguro que ella se sintió atraída por su juventud, su apostura, su educación y su fogosidad. Fogosidad que ella alimentó en encuentros sensuales e impetuosos que él aceptó de inmediato. Es claro, así lo pescó. Están las cinco tan entusiasmadas en confeccionar el identikit de este romance que no nos prestan atención ni a Maricé ni a mi. Nosotras estamos tratando de aprender a usar la aguja de crochet. Pero me parece que yo no voy a aprender mucho porque estoy prestando atención a lo que dicen estas charlatanas. Es casi como las novelas que mi mamá escucha por la radio. En Mar del Plata hay dos radios. A mi me gusta mucho escuchar al Tío Enrique los domingos a la mañana cuando está el “Club de Niños Norma y Susana”. Está en Radio Atlántica. Yo quiero ir a decir un versito por la radio pero mi mamá no me lleva. ¡Y eso que la radio está cerca de casa! La otra radio es más nueva. Se llama Mar del Plata. Mamá dice que lo mejor son las novelas. Mi papá prefiere escuchar las radios de Buenos Aires, aunque a veces hacen mucho ruido. También oímos radios de Montevideo porque ahí pasan siempre tangos, que a mi papá le gustan mucho.
Me entero que “el casamiento de este hombre fue un desperdicio” y que además “le arruinó la vida a su novia y a sus hijos”. Es Doña Paca la que condena la conducta del cuestionado odontólogo. Todas lamentan el quiebre de ese matrimonio. Es que los dos pertenecían a muy “buenas” familias. Tenían asegurada una vida tranquila, sin sobresaltos. Ninguna de ellas sabe porqué él se casó, si estaba tan metido con la otra. ¡Y hasta tuvo dos hijos! Es que los hombres son todos iguales… dicen todas en un tácito acuerdo hacia la situación de Emilia. Sin embargo hay algo a favor de la pareja adúltera. Justo es decir que él y su amante trataron de terminar su “asunto” cuando él juró delante del altar “… estar en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, etc., etc.…” con la que usaba velo y vestido blanco. Pero la verdad es que desde que se esos dos se conocieron, jamás pudieron apartarse. La otra renunció a su trabajo, viajó a Mar del Plata y se instaló en un departamento cercano al lujoso consultorio de él. ¡Qué vergüenza!
Al final su mujer lo dejó. Los hijos se fueron con la madre. Lo abandonaron y nunca más lo buscaron. Es lo que se merecía. Quizá ya sin más información que agregar y con las gargantas secas de tanto parloteo, recalientan el agua que queda en la pava, ponen en el mate una nueva carga de yerba y comienzan a manducar los bizcochitos de maicena que quedaron indemnes en el plato porque de tanto mover las lenguas se olvidaron de darle movimiento al aparato masticador.

Sin embargo esta historia ha quedado incompleta. Quizá por desconocimiento de los sentimientos de sus protagonistas ó quizá por una secreta negación de las narradoras en justificar la conducta de los mismos.
La verdad es que desde el momento en que la esposa lo abandonó cansada de su situación conyugal, la relación entre los amantes no fue tan placentera. Se había convertido en un fácil blanco para la chismografía de la burguesía marplatense. La “otra” sintió a su alrededor un desprecio total. Donde iba le hacían el vacío. Decidió aislarse, pensó hasta en dejar la ciudad si no cesaban las murmuraciones y las miradas insidiosas a su paso. Pero no pudo alejarse de él, del amor total de su vida. Oculta de la vista de todos, tuvo una actitud de reserva que escondía sus emociones y pensamientos. Después cayó víctima de violentos cambios de carácter que más tarde le fueron diagnosticados como depresión maníaca. Luego se complicó su estado al somatizar su realidad de ser efectivamente “la despreciable otra”. En menos de un año a la depresión nerviosa se le sumó un serio problema pulmonar. Un largo año de convalecencia le robó mucho de su fogosidad y vitalidad pero también hizo que él, sintiéndose culpable por la inestabilidad emocional de su querida, reflexionara y tomara una decisión. Era la primera vez que él iba a comportarse como un hombre y no dudó ni un instante. Eligió seguir su camino de vida junto a esa mujer, que dejó todo por seguirlo, frente a toda la sociedad que de cualquier manera nunca lo absolvería. Una vez que decidió tomar el camino definitivo, que sin duda estaba señalado en su destino, hasta pareció estar agradecido por haberse visto obligado a blanquear su situación. De ahí en más ella ya no se escondió ni se encerró en su caparazón protector. Y siempre se los vio juntos, sin ocultarse ni preocuparse del que dirán.

Una tarde del mes de mayo de uno de los años de la última década del siglo XX, justo una semana antes de alcanzar su cumpleaños número ochenta y nueve, él se durmió en su mecedora, ubicada en el dormitorio de la hermosa casa que poseía en uno de los barrios más tranquilos de la ciudad. El odontólogo, que había estado sufriendo de la enfermedad de Alzheimer por algunos años, nunca se despertó de su último sueño. Se murió gentil y tranquilamente. Tan gentil y tan tranquilo como había sido en vida con ella. Fueron más de cincuenta años de amor sin libreta ni sacramentos. Cincuenta años de vida en común que se quebró cuando ella falleció de un ataque al corazón a los 88 años. De ahí en más fue un bajar la cuesta de la vida para él. Se sintió tan profundamente desesperanzado que no tuvo fuerzas para conservar vivos sus recuerdos y paulatinamente desmejoró su condición al punto de no poder a menudo reconocer a sus amigos.




Alguna vez sonrió

Mar del Plata, abril 1950.

El otoño trata de desalojar los últimos días lindos de sol y temperatura templada. Afuera llueve silenciosa pero firmemente. A falta de nuevo material para cotillear, los recuerdos comienzan a mandar en el chismorreo diario de las cinco vecinas. Es una tarde ideal para tomar mate con tortas fritas, tejer y charlar. Hoy le toca ser despellejada a la vecinita más sufrida de la cuadra. Es hija de padre desconocido. Su madre se había casado con un hombre mucho mayor que ella, que la reconoció dándote un apellido pero no una ubicación social. La madre era muy joven, sólo quince años mayor que la hija. Su padrastro ya frisaba los sesenta. Los tres formaban una familia muy especial.
Doña Paca, la imperecedera convecina, parece saberlo todo. Despierta risitas socarronas la acotación inesperada de la vieja matrona cuando dice entre chupada y chupada de bombilla, que la chica viajó como un canguro, dentro de la panza de su mamá cuando ésta llegó a Mar del Plata desde un pueblito pequeño muy cercano a nuestra ciudad. Ya se sabe, “pueblo chico, infierno grande”. Emilia quiere saber si es verdad que la madre se casó con “el viejo” o si simplemente se juntaron. Sí, se casaron pero no acá, en Mar del Plata, sino lo hicieron en otro municipio donde nadie los conocía. Como de costumbre, con todo candor Hortensia confiesa no entender porque no fueron al Registro Civil de Mar del Plata. Por vergüenza de la familia de él, explica la vieja tejedora. Él tenía un importante puesto en el Casino. Además era el único vástago de una familia de renombre y con amplia trayectoria política en la zona. Pero poco a poco esta familia se volvió matriarcal al irse quedando sin los miembros masculinos que supieron formarla. Así que abuelas, madre, hermanas y primas arroparon al muchacho hasta una avanzada edad adulta.
Carlota pregunta como se conocieron. En el lugar de trabajo de ella, contesta doña Paca. Y con una sonrisa de condescendencia hacia sus cuatro oyentes, les espeta un currículo de la mamá de la muchacha que las deja con la boca abierta – algo no muy común en ellas.
Su tarea era muy especial. Ella trabajó casi diez años, entre 1920 y 30, en una confitería del centro. Doña Paca cree que era el único trabajo en la que la idoneidad estaba determinada por la juventud, la hermosura y la falta de competencia para ejercer cualquier otro trabajo: la mamá de esta pobre chica había sido era “vitrolera”. El café Tokio, propiedad de un súbdito japonés de nombre E. Higa, que estaba en la calle San Martín sobre la vereda par, entre las calles San Luis y Córdoba, había sido su lugar de trabajo. A veces pasaba discos en una vítrola que estaba ubicada sobre una tarima. Entre disco y disco, ella se sentaba en una silla colocada “ad-hoc”, cruzaba sus piernas bien torneadas y esperaba mirando al público que era casi totalmente masculino. Otras veces era parte de una orquesta de señoritas que ocupaba la misma tarima, orquesta que tenía la particularidad de que sus integrantes sabían muy poco o nada de música. Lo importante era que fuesen jóvenes y lindas. Teresa debido a su semi sordera se hace repetir la información. Y una vez ingresada ésta a su conocimiento quiere confirmar el calificativo de “hermosa” con respecto a la mamá de la chica. .Paca dice que era tan bella que “el viejo” ya casi en la quinta década de su vida, sintió el atávico deseo de “hombre” cada vez que recibía las sonrisas y los mohines de esa niña-mujer que se estaba haciendo a los golpes de la vida. Y así se casaron. La única concesión que el ya cincuentón mozo aceptó hacer a sus féminas parientas fue casarse fuera de Mar del Plata. Es que la familia era una de las más encumbradas en el escalafón social y político de la ciudad y había que evitar el “qué dirán”.
Emilia mientras cambia la yerba del mate señala que la chica está siempre triste. Es que no tiene novio dice Hortensia, en un casi suspiro de colega profesional en el arte de la soltería. Paca le aclara que la chica está enamorada de un muchacho que es primo de ella. Y es correspondida. Pero la mamá no acepta esa relación. Las discusiones entre ellas se suceden a diario. La señora del médico que vive en la esquina - cuya casa está pegada a la de la chica - comenta muchas veces en la panadería que se oyen los gritos y los portazos. “El viejo” no se mete en las disputas entre madre e hija. Un poco porque en verdad no le interesa el destino de la chica y otro poco porque esta muy mayor y parece no coordinar muy bien sus neuronas en algún pensamiento coherente.
Un día cualquiera llega la noticia. El primo de la chica se casa con una jovencita menor de edad, a la que embarazó. Está obligado a casarse con ella. Hortensia y Teresa están felices. La chica será una más en las filas de las solteronas del barrio.


Mar del Plata, 1990. Han pasado cuarenta años. La chica siguió noviando con su primo a escondidas de todos. Su discreción y su paciencia fueron infinitas. Vivió el nacimiento de los tres hijos de su eterno novio y estuvo a su lado, muy prudentemente, en los momentos buenos y malos que el pasó con la familia que había formado. Lo sostuvo cuando él debió afrontar la larga enfermedad de su mujer, quien nunca ignoró la relación de su marido con ella. Es más, la aceptaba porque ella siempre tuvo la certeza de que él amaba a su novia de siempre y no a ella, su esposa. Cuando falleció la madre de los hijos del novio de la chica, ella estuvo a su lado, consolándolo por la pérdida de esa compañera de tantos años. Durante ese tiempo “el viejo” padrastro se murió. Su madre, que en el ínterin frecuentó varios amantes, formó pareja con otro hombre más joven que ella, y la chica, que no tenía a donde ir, se quedó al lado de su madre y su pareja más como la muchacha de los quehaceres que como una hija.
Un tiempo después de haber enviudado, su novio de cuarenta años le propuso matrimonio. Ella aceptó. Preparó su ajuar con la misma ilusión que había tenido cuatro décadas antes. Y se casó y fue feliz hasta que su esposo falleció. La chica quedó sola. Ahora era viuda y estaba grande. Entonces los hijos de él la cuidaron. Ellos siempre supieron del amor entre ella y su padre, y del afecto y la comprensión que ella le dio a toda esa familia siempre. Los hijos de él la cuidaron hasta que fue posible. Cuando fue inevitable decidieron internarla en un geriátrico donde estuvo muy bien atendida hasta el día de su muerte.
Ni Doña Paca ni Carlota, ni las hermanas y menos aún Teresa, encerrada en un silencio profundo, pudieron pensar que la vida de la chica no fue en vano. Fue un canto de amor, esperanza, paciencia y fe. Donde esté seguro estará con su amor de toda la vida. Sin proponérselo fue la heroína de una maravillosa historia de amor, protagonizada por dos seres comunes, de un barrio marplatense. Ni príncipes ni princesas. Seres de carne y hueso. Como cualquiera de nosotros.