martes, 23 de febrero de 2010

La Reina de los Nueve Días

La Reina de los Nueve Días

Lady Jane Grey, educada en la debida obediencia cortesana acepta de mala gana el arreglo de su matrimonio con Lord Guilford Dudley. El tiene diecisiete años, es un adolescente, candoroso, sin doblez. Ella no ha cumplido aún dieciséis años. Comparte el lecho conyugal con un joven al que no ama.

Ella es la sobrina nieta del Rey Enrique VIII de Inglaterra. Su abuela, María, es la hermana menor de Enrique VIII. Él es el sexto hijo del taimado John Dudley, Earl of Warwick y Protector de Northumberland.

Un pariente lejano de Jane, el Rey Eduardo VI de Inglaterra, yace agonizante. El Protector de Northumberland convence al joven que posee la autoridad suprema para nominar a Lady Jane Grey heredera al trono inglés. El moribundo príncipe soberano accede. Ilógica decisión si se tiene en cuenta que ella es la sobrina nieta del difunto rey Enrique, padre del actual monarca inglés. Por lo tanto su ascensión al trono inglés desconoce el derecho de soberanía de las medio hermanas del Rey Eduardo, María y Elizabeth, y de los descendientes de la Reina Margarita de Escocia, tía de Eduardo. Hasta la Duquesa de Suffolk, Lady Frances, madre de Jane queda fuera de la línea dinástica.

Jane no quiere nada que no sea una vida tranquila y un amor de princesa. Nada más pero nada menos. Pero su destino será otro. Desde la cuna hasta el calabozo su destino ha estado ligado, de alguna manera, a su pariente lejano, el Rey Eduardo VI. La niña nace en el mes de octubre de 1537, el mismo mes y año que el Rey, que se supone, será sucedido por ella. Jane, al igual que el rey, es extremadamente bien educada. Es instruida en varias ciencias, artes y otras materias, especialmente idiomas como hebreo, griego y latín. Además, ella, como Eduardo, es firmemente protestante.


Sus quinces años la encuentran, en la primavera londinense, vestida de novia celebrando sus esponsales con Lord Guilford Dudley. Es el 21 de mayo del año 1553. Guilford, pobre Guilford. Tan infantil en su boda y tan hombre en su muerte.¡Cuánto ha madurado en sólo tres meses!

Este pensamiento la altera. Busca sosiego en la penumbra de su lúgubre aposento. Pero sólo consigue ahogarse cual si la aplastará el peso de esas seculares piedras. Le palpitan sus sienes como si fuesen a estallar y su fatigado corazón parece detenerse. Las lágrimas acuden a sus otrora bellos ojos y llora desconsoladamente porque es la única forma de desahogar sus penas mientras trata de entender las circunstancias, los sucesos, las personas que la han colocado en el estado que está.

Los sentimientos de Jane son confusos. Alegría y angustia, sobresalto y recelo, rebelión y decaimiento, miedo y valor. Quisiera volar y escapar de entre las rejas de la ventana de la prisión donde está recluida desde hace casi siete meses. Pero es en vano. Se estrella contra las puertas imposibles de franquear y los paredones cubiertos con una capa de yeso ennegrecido por el tiempo, que hace más sombrío el interior del aposento de la Torre que la encierra. Sabe que tiene tiempo, mucho tiempo para recomponer sus recuerdos. Recuerdos recientes porque Guilford y ella son tan jóvenes que sus memorias casi no tienen pasado.


Jane no es culpable de nada. Ha sido el necesario y fatal encadenamiento de los sucesos. Jane es reacia a aceptar la corona que se le ofrece. Es su ambicioso suegro el que de alguna forma la convence. Apenas se confirma la muerte del Rey Eduardo el 10 de julio de 1553, Lady Jane Grey es proclamada Reina de Inglaterra.

Qué hermosa está la joven soberana. La sangre Tudor que corre por sus venas se potencia, y allá hace su entrada triunfal en la Abadía de Westminster con la pompa que las circunstancias ameritan. Es tan pequeña que usa zapatos con tacón y plataforma para elevar su estatura. Además la cola de su vestido es tan larga e importante que varias damas, su madre entre ellas, ayudan a llevarla.
El torrente de sus lágrimas no puede ocultar una esbozada sonrisa cuando rememora la situación. Y un suspiro, que parece desalojar de su pecho algo de la pena que lo invade, se produce al recordar su inflexible rechazo de la sugerencia que su marido, por quien ella sentía poco afecto en ese momento, debe ser proclamado Rey junto con ella.

Nueve días dura la aventura real. El 10 de julio de l553 la Reina Jane es depuesta. El suegro de Jane, Northumberland, es tomado prisionero, condenado y decapitado el 22 de agosto de 1553. Jane y Guilford son acusados de alta traición, declarados culpables y confinados a la Torre.

Jane cree estar enloqueciendo. Enloqueciendo de amor. Un frío de hielo la envuelve y consume. Al principio no atina a definir que es lo que le acontece. ¿Cómo llegó a enamorarse de su esposo, ese joven inexperto e inmaduro, con quien se casó a regañadientes? El infortunio acerca el uno al otro en la adversidad. Ambos son las inocentes victimas de la abrumadora ambición de sus padres.

Jane se acerca presurosa a las rejas de la ventana. Ahí, ansiosa, aguarda. Transpiran sus delicadas manos fuertemente asidas a los hierros. Su frente está cubierta de finas gotitas producidas por un nervioso sudor. Sabe que por ese camino transitará, en un paseo sin retorno, su esposo. Es la mañana del 12 de febrero de 1554. Guilford se acerca caminando hacia su muerte. Jane lo saluda y se despide de él desde la ventana de su prisión. Se muere por alcanzarlo, lo sigue con la mirada hasta que desaparece. Queriendo conservar la sombra de su estampa para siempre en su retina no retira la vista del camino hasta que… un poco más tarde, ella ve el cuerpo decapitado de él, retornando sobre un carro tirado por una mula, con la cabeza del joven envuelta en un trapo ensangrentado.
Un poco más tarde ella sigue el mismo destino. Pero su decapitación es en privado. Ha sido, aunque sólo por nueve días, Reina de Inglaterra. Como tal Jane aceptó su pena con tranquilidad y fortaleza.

Se dice que la Reina Maria Tudor, Mary I de Inglaterra, decidió la ejecución de los jóvenes después de mucho pensarlo. ¿...O no...?

jueves, 18 de febrero de 2010

Katya en el Espejo

Katya en el espejo

Sobre la cómoda está todo perfectamente ordenado. Todos los cosméticos acomodados en el rincón derecho; a la izquierda, varios frascos pequeños conteniendo cada uno de ellos exóticas y caras fragancias; en el centro, un juego de pinceles y brochas, de esas que se usan para maquillarse, una libretita al lado de su celular, una cajita de papel tissue, lociones tónicas y cremas de limpieza y nutritivas, … lo habitual. Nada contrario a lo usual en el tocador de una mujer, especialmente joven y hermosa como es Katya

Katya se mira al espejo. Está satisfecha con la imagen que la bruñida superficie le devuelve. Pero repentinamente se siente confundida porque detrás de su figura se desdibuja el reflejo de los objetos que se encuentran en su habitación, apareciendo en su lugar un sendero largo, flanqueado por una frondosa arboleda. La senda sombría y amena parece invitarla a una sosegada caminata. Todo es verde, fresco, colorido. Katya atraviesa la reluciente superficie y comienza a transitar. Sus ojos miran los arbustos florecidos. Sus oídos se deleitan con el canto de los pájaros que, volando de rama en rama, parecen acompañarla con sus melodías. Además la brisa parece susurrar una canción al moverse entre las hojas de los árboles.
Se pregunta si esa paz, esa calma que se siente es porque ese lugar es el paraíso. Repentinamente, se quiebra la placidez de su paseo. De la nada, sale una mujer que la detiene. Su aspecto es altivo, soberbio. Una sonrisa aviesa se dibuja en su rostro. Semeja un ave de rapiña de alto vuelo.
Katya quiere volver atrás pero ya no puede, porque el camino que había transitado se ha vuelto un lugar riscoso, cubierto de maleza, ramas y arbustos espinosos, que lo hace imposible. No le queda más remedio que enfrentarse a la recién llegada. Ésta se presenta como la Maldad y le dice que quiere hablar con Katya. Tiene mucho que decirle, agrega, porque ambas son iguales.
Katya la rechaza. No la reconoce como su igual. A ella no le gusta la maldad, no la practica. Es más, cree sentir que tiene una natural inclinación a hacer el bien.
La mujer le pregunta que quien le ha dicho que son diferentes. Son más iguales de lo que físicamente pueden parecerse.
Lo que diferencia a ambas es que la mujer admite su maldad mientras Katya no acepta ser mala por lo que no tiene nada que reprocharse al respecto.
La mujer se sonríe perversamente y comienza la enumeración de los actos erróneos de la joven: … que corta flores para alegrar su habitación y las deja marchitar sin siquiera cuidarlas;… que tiene pájaros enjaulados con el pretexto de darles de comer y cuidarlos sin pensar que los pájaros nacieron libres para ser libres;… que se hace servir por criados, menospreciados por ella, quienes la obedecen por miedo a perder sus trabajos.
Katya interrumpe el monólogo de la mujer diciéndole que ella los trata bien y les paga mejor. Pero se queda sin respuesta cuando la mujer desde el espejo le recuerda que entre sus servidores está su prima, Ana, a la que se complace en tiranizar, exigiéndole que la peine, que le arregle los vestidos, que le alcance cuantos caprichos se le ocurran.
Como justificándose, Katya dice que su prima, a quien ella realmente quiere, está en su casa desde que quedó huérfana y que si no estuviera con ella quien sabe donde estaría.
La mujer le responde fríamente que quizá en algún otro lado, trabajando con dignidad, pero sin que nadie le esté marcando su pobreza.
Repentinamente el camino que se refleja en el espejo comienza a estrecharse y sólo queda espacio para un caminante. Katya reclama su derecho de paso y trata de apartar a la mujer. Ésta no se mueve y advierte que no se apartará, porque ella es la maldad que Katya tiene dentro de sí. Es su parte egoísta, su maldad disfrazada de bondad. Ahora que la mujer le ha mostrado a Katya su verdadera alma, le dice que mire su cara en el espejo y vea que ambas, ella y Katya, son iguales.
La cara de la mujer en el espejo se desvanece, así como el camino, lleno de ramas secas y arbustos espinosos, desaparece. Detrás del rostro de Katya vuelven a reflejarse los objetos que se encuentran en su habitación. Y a su lado, sobre la bruñida superficie, la imagen de su prima esperándola con el cepillo para alisar sus cabellos.