lunes, 1 de noviembre de 2010

Batones y Bigudíes Marplatenses

Prólogo


La historia social de Mar del Plata comienza con las familias de dos y hasta tres apellidos que venían a veranear a la hermosa naciente villa balnearia. También se mencionan con admiración sus señoriales mansiones rodeadas de perfectas versiones de formales madrileños jardines sabatinescos ó barrocos vergeles holandeses. Hasta los más importantes medios de prensa, como las revistas El Hogar, Atlántida y los diarios La Nación, La Prensa, La Razón enviaban a sus cronistas sociales para mantener al día todos los chismes de la “alta sociedad” porteña que veraneaba en nuestra ciudad. Y así era lógico que siempre tuvieran prensa sitios emblemáticos como la Rambla Bristol, el Hotel Bristol, los bailes sociales en el Club Mar del Plata, el Pueyrredon, el Ocean Club, el Golf y el Yatch Club de Playa Grande.

Un poco más acá en el tiempo la crónica sigue más modestamente con las familias ya afincadas en la ciudad que comienza a crecer. Son todas familias de clase media acomodada. La burguesía, esa mesocracia que tanto caracterizó a la sociedad argentina de las primeras décadas del siglo XX, no podía estar ausente de la historia marplatense. Tampoco su hábitat: los “chalets”. Moradas menos suntuosas pero típicas construcciones marplatenses, de sólidas paredes de piedra Mar del Plata, de una o dos plantas con jardines al frente.

No niego que fueron esos pioneros los que comenzaron, con su elección veraniega, a dar forma a ese saladero regenteado por Coelho de Meyrelles, propiedad luego de D. Patricio Peralta Ramos, quien más tarde se une a D. Pedro Luro , etc., etc., hasta llegar a ser …. “la Perla del Atlántico”

Pero la historia de una ciudad como la nuestra no sólo se construye con la sumatoria de los “dimes y diretes” de aquellos que constituyeron la “elite” veraniega de la primera época de la otrora “villa veraniega” marplatense. Estos personajes pertenecen a la clase media-alta, son frívolos, superficiales, no necesitan trabajar, son mantenidos, les gusta figurar y aparecer en todos los medios. Son consumistas en extremo y sin ambiciones: todo lo tienen, sus expectativas están colmadas, por lo que no aspiran a un nivel superior en la escala social. La historia de nuestra ciudad se construye, y con más fuerza, con los “dimes y diretes” de aquellos que consideraron a Mar del Plata como lugar de trabajo y de radicación definitiva. Esas personas terminaron encontrándose y formando a base de amor y comprensión las bases de la familia marplatense y, a base de trabajo y tesón, la base económica de nuestra ciudad. Y así las generaciones que desde a partir de los Luro, los Peralta Ramos y muchos otros pioneros que han habitado Mar del Plata han sido con sus energías, sus sueños, sus hechos y sus ilusiones la piedra angular del “edificio histórico marplatense”.

De ese edificio voy a tomar algunos ladrillos que han de ayudarme a contar las aventuras de ciertos vecinos marplatenses presentándolos anónimamente para evitar que los lectores caigan en la tentación de lucubrar sobre la real identidad de los mismos. Es que mis historias son de fondo real pero… ¿para qué herir susceptibilidades de aquéllos que han sido parientes o amigos de estos domésticos protagonistas? No quiero ser indiscreta cronista de incidentes vecinales, cómicos algunos, trágicos otros. Mi propósito es jamás escribir llevada por una insensibilidad objetiva sino ser justa y magnánima con las desviaciones del alma hurgando para hallar el por qué de las situaciones y procurando mostrar que el sentimiento humano siempre ha estado presente en los protagonistas de mis relatos

Terminan los años ’40 y comienzan los prometedores ’50. La apertura de la década que marca la mitad del siglo XX no puede ser más auspiciosa para la ciudad de Mar del Plata. “1950 Año del Libertador General San Martín”.
Mar del Plata nació “horizontal”: construcciones bajas, elegantes, suntuosas, sin ninguna pretensión de alcanzar el sol. El deseo de los pioneros marplatenses era disfrutar del sol, no taparlo. Es que al principio se estaba más cerca de Neptuno que de Ícaro. Pero en 1950 comienza la era vertical marplatense y con ella el aluvión turístico de clase media que cambiará para siempre la idiosincrasia marplatense.

Pertenezco a la generación de los “chicos” de los años cuarenta. Chicos que somos felices y no lo sabemos. Algunos de nosotros vamos al colegio por la mañana, otros por la tarde. Siempre almorzamos en casa. Si nos sacamos una mala nota o hacemos alguna travesura, mamá o papá nos retan. Pero no somos conflictivos y en seguida estamos nuevamente en buenas relaciones con nuestros progenitores. En mi caso mi problema existencial de estos años de mi niñez se origina porque desde marzo a diciembre hay muy poco que hacer en Mar del Plata. ¡Es tan aburrido ir al centro en invierno! A mi me fascinan las vidrieras de los negocios de ropa que están sobre la calle San Martín y que – yo no lo se - son sucursales marplatenses de las casas centrales que están en la Capital Federal. Me gustan los escaparates bien presentados y mejor iluminados de tiendas como James Smart ó The Brighton – sobre la vereda impar de la calle San Martín entre Santa Fe y Corrientes; Gath y Chaves – en la esquina de San Martín y Corrientes; Harrods , a metros de la anterior – sobre la vereda par más hacia la calle Entre Ríos. Pero estos negocios están cerrados en invierno. Sus puertas y vidrieras están cubiertas con tablones de madera como si los dueños quisieran abrigarlas del frío, protegerlas de la lluvia ó defenderlas del viento hasta que llegue el próximo verano y todo sea luz y alegría otra vez. Menos mal que a veces voy con papá y mamá a tomar el café con leche para comerme las ricas medialunas de la Jockey; lástima que no siempre se me da esta fiesta. Fiesta que me gusta terminar yendo hasta la esquina de San Martín y Santa Fe, más precisamente hasta Casa Escasany, donde en su frente, en un despliegue técnico asombroso – para mí – se exhiben 6 relojes de pared sobre la ochava de Santa Fe – vereda impar- y San Martín –vereda par. Cada uno de estos relojes marca una hora distinta, que corresponde a la hora oficial de diferentes capitales europeas ó americanas, en comparación con un séptimo reloj, mucho más grande que los otros seis que están tres a cada lado suyo, que marca la hora de nuestro país. Otra cosa que me gusta es ir con mi mamá a comprar libros ó útiles a la Librería Rey, que está más acá de la Jockey – sobre la misma calle San Martín - porque no hay que cruzar Santiago del Estero. Ni que hablar de mis añoranzas estivales por los helados de la heladería Mickey, que está en la Rambla o de los helados de Leone, que según dice mi papá que ahora, como estamos en invierno, está cerrada porque el dueño se va a Río Hondo. Bueno, esto me conforma porque hace frío – me refiero al no comer helados - pero lo que no me gusta nada es que tengo que esperar hasta enero para comerme algún bombón del Al Jazmín del Cabo porque está, como todos los negocios de la Rambla, cerrada aunque no tapiada como los negocios del centro. ¡Qué garrón!
Pero no todo es hastío en mi infantil vida. Así que después del colegio doy vueltas a la manzana en mi bicicleta Raleigh, no tanto para hacer ejercicio sino para dar envidia a muchos pibes del barrio. O voy a la casa “de a lado” porque la nena que vive ahí, María Cecilia, es mi mejor amiga. A veces, hastiadas las dos de jugar en “interiores” decidimos salir a la vereda para, cuando ya cansadas de correr ó de escondernos, sentarnos a reposar nuestras machucadas rodillas sobre el umbral de alguna puerta de entrada. Así, sin darnos cuenta, vemos pasar la vida que se enreda entre las pajas de las escobas de las respetables señoras que limpian prolijamente las veredas de los frentes de sus respectivas casas mientras chiguestean * a destajo. No se mi amiguita pero yo - Pisciana total – presto mi oreja a la “blableta” de las “barredoras” y atesoro en mi memoria todos los chismarajos* de Las Alegres Comadres de Mi Barrio.


Las Alegres Comadres de mi Barrio


¿De mi barrio? ¿En qué barrio vivo yo? No lo sé. Sólo tengo ocho años, una imaginación febril y una memoria muy buena. Pero confieso tener una total ignorancia acerca de los barrios de mi ciudad, sus ubicaciones, sus nomenclaturas. Conozco más acerca de los barrios porteños porque mi papá, admirador de un cantor de tangos llamado Alberto Castillo, suele cantar una de sus canciones que se llama “Mis 100 Barrios Porteños”. A lo mejor cuando yo sea grande se me da por escribir una canción sobre los barrios marplatenses. ¡Sería lindo! Supongo que vivo en el centro de la ciudad. Mi papá suele repetir que estamos muy cerca de todo: de la Asistencia Pública, de la Seccional Primera, de la Municipalidad, de los cines Ocean Rex, ubicado sobre la vereda par de la Av. Independencia entre Rivadavia y San Martín, y Ópera, también sobre la Av. Independencia –vereda impar – pero una cuadra más hacia la Av. Luro. Y así sigue enumerando ventajas acerca de la ubicación de nuestra casa. A lo mejor su orgullo de propietario se debe a que hizo muchos sacrificios para comprar el techo bajo el cual vivimos.

Pero yo quiero contarles de las “Alegres Comadres de mi Barrio”. Son cinco. Tres de éstas son amigas desde la cuna. Nacieron con muy pocos años de diferencia entre ellas. Comenzaron la escuela primaria - que está situada a pocos metros de sus casas - prácticamente al mismo tiempo y desde ese momento se volvieron inseparables. Tan amigas son que hasta se visten fraternalmente. Se compran las mismas telas para confeccionarse sus vestidos y las mismas lanas para tejerse sus tricotas. ¡Hasta se peinan de forma parecida y usan el mismo rojo carmín para sus labios! Una de ellas es la mamá y otra es la tía de mi mejor amiga, María Cecilia. Yo voy a la casa de Maricé casi todos los días. Jugamos, hacemos los deberes, tomamos la leche y en verano vamos a la playa o a patinar al skating del Royal que está cerca de Punta Iglesia, creo que por la calle Santa Fe. La tercer comadre, Teresa, es vecina de ambas y tan vecina que hasta parece ser otra hermana.
Todos los días, bien temprano por la mañana salen a la vereda de sus casas blandiendo sus respectivas escobas. Las tres barren y charlan, charlan y barren. Como les conté, de este trío dos, Hortensia y Emilia, son hermanas carnales y la otra, Teresa, la de la casa de al lado, es la hermana putativa de ambas. Siempre han estado juntas - desde el primer grado - estas tres mosqueteras del cotilleo doméstico. Entre barrida y barrida, las escobas se detienen mientras ellas comienzan sus habladurías cotidianas.
Más tarde alguna de ellas se encuentra con las otras dos señoras que conforman el parlanchín quinteto de vecinas. No es problema que estas últimas vivan a un par de cuadras de distancia de las anteriores. Siempre se encuentran. Todas se quejan que “Las compras cotidianas no pueden evitarse” aunque estoy segura que nunca dejarán de hacerlas, ya que la panadería, el almacén ó la carnicería son los primeros puntos de contacto donde organizan su organigrama diario de intercambio de “informes parroquiales” referentes a vidas y milagros de comunes conocidos. Y así, mientras compran el pan nuestro de cada día ó eligen la falda y la verdurita para el puchero familiar, truecan chismes, renuevan datos, juzgan hechos, alaban o desaprueban conductas. Ellas no saben que serán de alguna manera inmortales gracias a su inagotable chisguetear * y a mi memoria infalible.

A las 3 de la tarde, ya alimentadas a sus familias, lavados los platos y aseadas las cocinas, como obedeciendo una orden transmitida tácitamente, se dirigen presurosas a la casa de las hermanas Hortensia y Emilia, las vecinas más antiguas de la cuadra. Algunas llevan un tejido, otras una prenda para remendar, un bordado para realzar alguna toallita para cuando venga el médico ó alguna labor de tapicería. Nunca las manos están inactivas porque nunca las lenguas están ociosas. Y así estas buenas mujeres comienzan sus labores manuales mientras, sin saberlo, se convierten en cronistas de las historias chicas de la sociedad marplatense. Sus historias tienen el valor de ser reales aunque las invalida la subjetividad de las relatoras. Son auténticas pero carecen de formación académica. Son crónicas que nacen al calor de las hornallas. Y así serán recordadas. Se diría que Hortensia es incapaz de pensar por su cuenta. Es cándida, tanto que cree cualquier cosa que se le diga, por más disparatada que sea. Nunca se casó simplemente porque nadie le propuso matrimonio. Su hermana, Emilia, es mayor. Ella sí se casó pero, aunque ya embarazada, su esposo la abandonó tres meses después de la boda. Cumplido el tiempo del embarazo nació una niña, Maria Cecilia quién tiene así dos madres y dos tías, puesto que los roles entre ambas hermanas se mezclan de acuerdo a las travesuras y/o necesidades de la niña que es mi amiga. No tienen problemas económicos, viven de las rentas de unas propiedades que heredaron de los abuelos, inmigrantes españoles que vinieron a la América y bien que la hicieron, ya que al morir dejaron a Hortensia y a Emilia un importante patrimonio.
La hermana soltera tiene un cierto aire inocente debido a sus ojos glaucos, como bolitas de porcelana, abovinados, asombrados quizá por su sufrido celibato. Emilia, la que se casó “no sé para qué” - muletilla que repite constantemente como olvidándose que el para qué tiene un nombre: María Cecilia - había sido muy bonita en su juventud, pero su belleza quedó marchita en su rostro no sólo por los años sino por la ofensa de la inexplicable huída de quién la había llevado al altar.
La tercera integrante de este quinteto es Teresa, una castaña desteñida por incipientes canas, algo sorda y bastante corta de vista. Siempre prolijamente peinada, discretamente maquillada y cuidadosamente vestida. Teresa, al igual que Hortensia, es soltera de toda soltería aunque no por propia voluntad. Pero en su caso no fue por falta de pretendientes. Fueron esas cosas de la vida, inexplicables pero inapelables. Vive con su hermano viudo y tiene un sobrinito al que cuida como puede debido a su discapacidad auditiva. Nunca falta a la cita diaria en la cocina de la casa de sus amigas, aunque siempre llega algo tarde. Pide disculpas por su retraso diciendo que siente mucho si es que su tardía presencia interrumpe la conversación de sus amigas. Les ruega que no le presten atención y sigan con su charla ya que ella tiene escasos recuerdos de conversadora. Todo esto lo dice en un tono estridente ya que por su sordera no puede medir la intensidad de su voz. Saca su bordado de turno firmemente sostenido por un antiguo bastidor. Sus dedos finos, largos, blancos, comienzan a moverse. Una puntada hacia abajo, otra hacia arriba y la flor discretamente marcada sobre el finísimo lino toma forma y color. Corta los hilos sobrantes con una pequeña tijerita dorada que hace juego con el borde de sus anteojos y con el pequeño áureo dedal que refleja la luz de las bombillas que, a pesar de la temprana hora vespertina están encendidas. Es comprensible, todas ellas comparten el mismo grado de presbicia y alguna que otra catarata. Teresa siempre está sentada muy tiesa, casi estática a pesar del movimiento de sus manos. Sus ojos son azules, muy azules aunque velados por las dioptrías de sus lentes. Siempre usa vestidos muy parecidos a los de sus amigas, no tanto en el diseño sino en el estampado.
Doña Paca, la viuda, es la veterana del grupo. Siempre está dedicada a una interminable labor de punto que, como Penélope, parece destejer por las noches para tener algo que tejer por las tardes. Es fea, decididamente fea. Severa casi sargentona. Es su forma de ser que se delata en su recio manejo de las agujas de tejer y sus enérgicos movimientos al tirar de la lana cada vez que forma un punto. De corpulento talle, siempre viste de negro. Mordaz en sus juicios; subjetiva en sus apreciaciones. Vive sola. Sus dos nueras con sus voluptuosos engaños le han arrebatado el cariño de sus hijos. Ella no va “a mendigarles un poco de cariño a esas putonas”, repite a cada lazada de lana. No concibe que esas mujeres entren alguna vez en la austera rutina de su vida.
Carlota completa el grupo. Es tan mayor como las otras pero no lo parece. Hoy es atrayente, ayer fue hermosa. Es carnosa, redonda, rosada. Su voz es dulce y sus gestos son suaves. Tiene un matrimonio de años, pero no es feliz con su marido. La falta de hijos ha hecho de su matrimonio una costumbre. Una costumbre que la aburre, ha encanecido sus cabellos y encallecido sus sentimientos. Quien fue en su juventud toda suavidad con su marido es ahora áspera y regañona con el pobre hombre. Su única diversión es inmiscuirse en la vida de los demás. Ella es la que trae más chismes. De muy buena posición económica, tiene una mucama cama adentro quien es la que prácticamente le lleva la casa, y una señora que viene dos veces por semana a lavar y planchar la ropa del matrimonio. Sin hijos y sin ocupaciones domésticas, llena sus horas vacías satisfaciendo las dos zonas erróneas de su personalidad: es una compradora compulsiva y una investigadora implacable de infracciones domésticas ajenas. Es la más peligrosa de las cinco amigas pues en Carlota – excepto en su voz y sus gestos - todo lo que fue dulce, tierno o suave en ella, se ha transformado en acritud, malevolencia, descontento. Pobre él o la que sea juzgado por este tribunal supremo, cuyas sentencias son inapelables.

Ludopatía

Mar del Plata, enero 1950.
Sin saber exactamente el significado de la palabra “ludopatía”, Doña Paca trae el tema. Ayer leyó en el diario La Capital una nota escrita por un señor que se llama David Borthiry sobre Anita Formisani, quien es no sólo famosa en los casinos de la Costa Azul sino en cualquier parte del mundo donde haya una bolita girando en pos de la suerte dada por alguna de las treinta y siete casillas numeradas de 0 a 36. Anita también es famosa en la ruleta marplatense. Yo tengo entre mis chiches una ruleta chiquita con un cartón largo que es como una mesa del casino, según dice mi papá. Es que mi papá ha ido al casino cuando era más joven y sabe de eso. Me cuenta que antes los marplatenses tenían prohibida la entrada al casino y él, con algunos amigos, se las ingeniaban para entrar pues tenían cédulas de la Capital Federal. Eso pasaba cuando los dueños del Casino eran unos señores que se llamaban Machiandiarena y Solá. En casa hay unos lapicitos de color verde que tienen en un costado impreso estos nombres. Cuando juego a la ruleta yo los uso y escribo con ellos sobre unos papelitos que tienen cuadritos rojos y negros; en verdad no sé para que son pero es como si estuviera en la “Casa de Piedra” como mi papá llama al Casino. Yo creo que ni la mamá ni la tía de Maricé ni ninguna de las otras señoras han entrado alguna vez al Casino. Aunque todas ellas ignoran que los jugadores empedernidos lo son debido a una necesidad compulsiva de participar en juegos de azar, cualquier tema es bueno para mi quinteto parlanchín. Y así cae en la rueda del chusmerío el empresario que vive en el chalet de la vereda de enfrente. Cada una de ellas quiere poner su granito de arena en la montaña de semejanzas y diferencias que están formando entre el vecino y Stanislava Sikaparija, más conocida en el ámbito lúdico de la Perla del Atlántico como Doña Anita.

Doña Paca desde su trono, sin dejar de formar la eterna tela de su sempiterna urdiembre, sentencia que es ley que a todos los jugadores la suerte que hoy les sonríe, mañana les volverá la espalda. Emilia asiente con la cabeza sin apartar su vista de la pecherita alforzada de la blusita que está terminando para María Cecilia. Hortensia toma la palabra por su hermana e informa a sus cofrades que la chica que trabaja para la señora del empresario de enfrente, le debe a cada santo una vela y que a ella le deben el sueldo del mes pasado.
Una exclamación, mezcla de asombro e indignación acompañada de entrecejos fruncidos y gestos despectivos, proviene de las gargantas y rostros de Paca, Emilia y Carlota. Esta última agrega que la culpa es también de la mujer porque ella siempre acompaña a su esposo al casino y que con los aires de “dama” que ella se da, cada visita al casino – y van todos los días – supone un gasto fijo de peluquería y tintorería, ya que son habitúes a la “sala de Nácar” donde la apuesta mínima es cinco veces más cara que la apuesta en las salas comunes. Además ahí ellos juegan sentados a la mesa de ruleta y bueno… las comodidades hay que pagarlas. Emilia pregunta el por qué del nombre tan pomposo, “sala de Nácar” y Carlota, la sabelotodo del grupo, le dice que es porque se apuesta con fichas hechas de nácar y que la apuesta más barata es de $5. Hortensia abre los ojos más redondos que de costumbre y en un Ave María informa a sus amigas que le dijeron que ella juega más que él. Doña Paca vaticina que en cualquier momento van a tener que vender el chalet y las dos hijas del matrimonio, las que se dan de finas, van a tener que ir a trabajar. Más exclamaciones. Teresa sigue con su labor de aguja formando hermosos dibujos con diferentes puntos. Su sordera está hoy peor que nunca. Y cuando esto sucede se diría que está más ida que sorda. No interviene en la conversación porque no entiende ni palabra de lo que se comenta. Hortensia parece estúpidamente orgullosa y asombrada al ver el farfullo que su información produjo. Pero doña Paca no quiere perder protagonismo y vuelve sobre Anita Formisani. Esta impaciente por meter baza. Mientras no accede a su turno en el intercambio de opiniones se entretiene en tironear la hebra de lana de su vapuleado tejido. ¡Por fin! Sus ojitos taimados, con bolsas por debajo y cejas dibujadas por arriba, se achican aún más como avizorando con una mal disimulada presuposición el triste futuro de esa mujer dueña de una enorme y generosa hucha. Ella cree que nunca se le agotará pero ya va a ver, sentencia la robusta pitonisa. Basa su funesto augurio en que leyó en el diario que las apuestas de Anita se acercan a los ¡diez mil pesos por bola! Carlota, que está en unos de sus días migrañosos, levanta su nariz, que tenía semi sepultada en su taza de té de tilo y se une a los malos augurios de la vieja tejedora. Así dictamina que a esa mujer alguna vez se le va a acabar su fortuna por ofender a Dios de esa manera.

Quién hubiera dicho que estas pitonisas de entrecasa, sacerdotisas del dios Chisme que daban sus oráculos en el templo de la cocina de las hermanas Hortensia y Emilia iban a ser tan precisas. Ellas no se detenían a pensar que el Hombre nace con un destino y que éste es inalterable. Que la suerte está ligada a las eventualidades del mundo mientras que el destino tiene que ver con los designios de la Providencia… Por eso el final de estas historias no pudo ser distinto.
En una taciturna y fría mañana de 1986, en una pequeña habitación de una pensión geriátrica de la calle Castelli de la ciudad de Mar del Plata, deja de existir una octogenaria que pudo haber sido quizá el último símbolo de La Belle Époque marplatense. Al día siguiente será enterrada ante la indiferencia de vecinos locales y algunos turistas que nunca faltan en la ciudad. Tanto unos como otros jamás tuvieron conocimiento de la existencia de esta mujer que dilapidó no una sino varias fortunas y no dejó ni un peso de herencia. Pero vivió una vida imposible de repetir.
Coincidentemente en ese mismo año se vende el chalet de enfrente. Ya nadie vive en él. La dueña de casa se había enfermado muy seriamente. Estuvo mucho tiempo postrada; el suficiente para ver irse el mobiliario de su casa y las pocas joyas que se salvaron de desaparecer sobre el verde tapete ruleteril. Según el diagnóstico de las cinco charletas cronistas, que de historiadoras pasaron a ser médicas, la pobre mujer murió de pena. Es de señalar que el esposo no se separó de ella. Cumplieron con el mandamiento del sacramento que los unió para siempre. Sólo la muerte los separó. El censurable placer que les proporcionaba el juego y la degradación económica resultado del deleite compartido ante una rueda que gira sobre un tapete verde, los unió más que nunca. Una hija se casó, la otra no. Quizá estén viviendo en algún barrio de Mar del Plata.




La institutriz

Los Quince Años de un Sueño en Viena

Una fría tarde de un día cualquiera de una semana del mes de junio de 1950…
Carlota pregunta a sus amigas si se acuerdan de la niñera de una familia de dos apellidos que no recuerdo porque son fonéticamente complicados de retener para una niña de ocho añitos. Estos nombres difíciles de recordar no producen reacciones extemporáneas en las cuatro señoras. Cada una sigue con su ganchillo, tijerita o agujetas. La pregunta de Carlota no es más que una interrogación retórica, ya que las amigas contestan con otras preguntas como: ¿acordarnos de quién?, ¿por qué?, ¿cómo?
Carlota, impaciente ante la no reacción de sus amigas, hará estallar la bomba chismosa, más potente por lo inesperado que por su carga explosiva en sí. La niñera, esa desvergonzada que había roto el matrimonio de tan conceptuado profesional, que lo separó de su esposa e hijos y que por más 15 años se paseó descaradamente con él, como si hubiese sido su legítima esposa. Pues bien, ayer Carlota había ido a La Fama a comprar unos hilos para bordar y de paso ver la nueva mantelería que había llegado. La Fama es una de las mercerías más paquetas de Mar del Plata y Carlota es una de sus más asiduas clientas. La Fama está en la calle San Martín, vereda impar, antes de llegar a la calle Santiago del Estero. Mi mamá a veces va a comprar ahí, aunque dice que venden muy caro. Cuando Carlota volvía por la calle San Martín, al pasar frente a la Catedral, la había visto en la Plaza San Martín, sentada cerca del Calendario…. ¡No lo podía creer!... ¿A quién había visto? preguntan tres voces al unísono ya que Teresa, autista ótica, ni se da por enterada. “Estoy hablando de la niñera de los WXZWYXZWYXZY”, se impacienta Carlota. ¡Otra vez los nombres difíciles! Y agrega más datos. Dice que la reconoció casi de inmediato a pesar de su deteriorado aspecto. Estaba sentada en un banco de la plaza tapándose con tres pedazos de frazadas sucias sobre su espalda y falda y un pañuelo más sucio aún cubriéndole la cabeza para protegerse del frío.
Hortensia deja el papel de molde sobre el cual está calculando la sisa de una blusa para su hermana y en un gesto repetitivo, muy de ella, abre sus ojos más esféricos que de costumbre. Emilia deja en suspenso el conteo de los puntos del ocho que está formando en su tejido. Doña Paca casi se atraganta con la pastilla de orozuz que está chupando mientras Teresa sigue bordando ausente de la novedad un poco por su sordera y otro poco por la muy baja voz de la cronista de turno. Y de ahí en más comienzan a desgranarse los datos biográficos de la pobre infeliz: la austriaca fue tomada como institutriz de los chicos de la familia cuando la hija mayor tomó la Primera Comunión. Por esa extranjera él abandonó a su esposa y sus hijos. ¡El dejó todo para estar con ella!
“Ella también dejó todo” corrige Teresa quien, sin levantar la vista del bordado, se entera de lo sucedido porque sus amigas han conseguido lo que ningún afamado otólogo pudo hasta este momento: que ella oyera de corrido una noticia casi completa. Todo gracias al Belén armado por sus correligionarias. Emilia no puede ocultar un tonillo mezcla de satisfacción y envidia cuando recuerda que después de muchos años el marido infiel – y arrepentido - volvió con su legítima esposa y a la “otra” no le dejó ni plata, ni casa, ni nada. Emilia está satisfecha porque ese hombre dejó a la “otra” en la calle, y envidiosa porque ella todavía está esperando el regreso del papá de Maricé.
Carlota con su blanda voz de jueza inapelable da su veredicto sentenciando que ese tiene que ser el destino de todas estas mujeres: vagabundear sin casa, sin ropa ni amigos. Se regodea al agregar que vio que la pobre pordiosera tenía a su lado un destartalado cochecito para bebé lleno hasta el tope de ropa sucia, cartones, trapos y algunos platos y tazas de loza rajados o enlozados y cachados por el uso y el abuso. ¿Cómo pudo ver tantos detalles? A mi me sorprende como pudo ver tantas cosas. Yo no puedo. A lo mejor los grandes ven más cosas que los chicos. A ninguna de las cinco se les ocurre preguntar – menos pensar - dónde pasa sus noches esa pobre mujer. Ellas toman mate calentito, adornado con bizcochitos de grasa o palitos de anís y no se les ocurre pensar que en Mar del Plata hace mucho frío, mucho frío y a veces llueve. Maricé y yo estamos tomando Toddy y comiendo los mismos bizcochitos de grasa y los palitos de anís que comen su mamá, su tía y las amigas de ellas pero a mí me parece que esta noche no voy a poder dormir. Es que pienso que hace frío y que debe ser malo dormir en la plaza.
El mate sigue pasando de mano en mano mientras sigue el cotorreo que se ensaña con la pordiosera cuyo único pecado ha sido ser bonita y amar. Pero yo soy muy nena para darme cuenta de esto.

Muchos años después una anciana - muy anciana no por los años acumulados biológicamente sino por las penurias amontonadas durante tanto tiempo – cuenta cosas de su juventud a una las señoras que de tanto en tanto va al Asilo de Ancianos a visitar a los abuelos huérfanos de cariño.. Son chispazos de memoria que se encienden y apagan como luces de navidad. Aunque no recuerda el nombre de su madre dice haber nacido en Viena. Dice que no está sola, el hombre que ella amó está a su lado. La señora que la escucha finge verlo. Es que no hay ningún hombre a su lado. La viejita en un destello de lucidez se da cuenta que no hay nadie y dice que él no está pues fue hasta la casa que tienen en la plaza para buscar alguna frazada. Se acomoda una vieja pañoleta sobre la falda, mientras murmura que es un tiempo raro. Murmura que todavía falta para el calor, que la primavera está hecha a propósito para no tener que envolverse en ropa. Ella se arregla como puede pero tiene que tener preparada mucha vestimenta distinta…. Luego muestra con orgullo una caja que guarda bajo la silla donde está sentada. En la caja tiene dos platos y otras tantas tazas de loza rajadas. Es su ajuar. Los recuerdos brotan a ratos. La mirada se vuelve distante, desvaída ……….. Es muy difícil tener una casa. Después que él se fue… … ¿o fue antes? ella tuvo una casa de campo. Los recuerdos vuelven a mezclarse en su mente. Pide cigarrillos aunque sabe que nadie se los dará. En medio de su drama lo único que le queda de su juventud y de sus días de esplendor son sus recuerdos tan enredados aunque milagrosamente sobrevivientes en medio de ese caos espiritual que es su vida de anciana vencida. Cuando sonríe lo hace dulcemente. Pero su mirada… es tan distraída, tan ausente.
Recita unos versos en alemán. Mira hacia el suelo tapizado de rojiblancas baldosas y dirigiéndose a ellas les dice que ella sabía alemán, inglés… pero se olvidó. Parece retornar al presente cuando le cuenta a quien la acompaña que estuvo en Italia con su hombre cuyo nombre no recuerda. Ayer en su juventud en su Viena natal, fue Sissí, la soberana adolescente que soñaba y danzaba al compás de los valses de Strauss. Hoy en su ancianidad, acá en la ciudad de Mar del Plata, es Violeta, la Traviatta que lleva sus camelias escondidas sobre su regazo bajo una vieja pañoleta. Lo que no esconde es su mucho amor hacia ese hombre con el que no se acuerda si se casó. Suspira y con una voz cada vez más débil, más inaudible, casi en un susurro, confiesa haberlo amado mucho pero él se fue y no lo vio más… nunca más. Parece buscarlo con la mirada perdida en el espacio vacío. El esfuerzo visual le hace cerrar sus arrugados párpados sobre sus fatigados ojos. De sus pálidos finos labios cerrados en una dulce sonrisa no sale sonido alguno. Y así, lentamente se duerme en un sueño que algún día será eterno como eterno ha sido su amor hacía ese hombre que, quizá arrepentido de haberse ido de su lado, debe estar esperándola en algún lugar del espacio celeste.

La Viuda, el Viudo y la Ánima

Mar del Plata, marzo 1950. Cementerio de la Loma. Día Martes 10 horas.

Frente a la bóveda familiar, el viudo llora desconsoladamente. Familiares, amigos y vecinos le acompañan en el sentimiento. ¡El viudo y la difunta habían sido tan unidos! “Pobrecita… irse tan temprano de esta vida”, lloriquean las 5 vecinas amigas ya de regreso de la necrópolis marplatense .Ella había sido la modista que vivía en el barrio. Eso no disminuye su cotización social, ya que todas sus clientas, Carlota es una de ellas, pertenecen a la clase media “acomodada” marplatense. “Pobre… quedarse viudo casi cincuentón”, murmuran las mismas dolientes buenas señoras, algunas de ellas con un poquitín de maledicencia. Él es jefe de mantenimiento en la sede marplatense de un ente estatal.
Como el sepelio tuvo lugar a la mañana, tanto la mamá como la tía de Maricé pudieron asistir al mismo. Así que esa tarde el único motivo de intercambio de opiniones se centró en tan infausta ceremonia y, por supuesto, en los protagonistas de la misma. Doña Paca abre el debate. Dice entre chupada y chupada a la bombilla del mate que comparte con sus cuatro amigas, que la pareja no había tenido mucha vida social. La difunta salía muy poco de su casa. Siempre estaba trabajando. Carlota dice comprender porque la finada no tenía ni tiempo ni ganas de ser anfitriona en su hermosa casa de dos pisos. Las hermanas Hortensia y Emilia agregan casi a dúo que la pobrecita había transformado la planta baja en taller de costura y salón de pruebas. Carlota dice que una vez subió hasta el dormitorio; fue a probarse un vestido pero ella no la pudo atender porque estaba en cama, muy descompuesta. Para Carlota eso fue un aborto. Hortensia y Emilia se inquietan ante esa palabra, tratan de cambiar la conversación con gestos y siseos mientras nos señalan a Maricé y a mi que estamos tranquilamente dibujando las carátulas en los cuadernos que acabamos de comenzar ya que son nuestros primeros días de clase. Nosotras somos amigas pero no vamos al mismo colegio. Maricé va a un colegio de monjas. Yo voy a la Escuela Nº 6. Mi escuela está cerca de casa. Antes me gustaba más ir a la escuela porque era más linda que ahora. Era más chiquita y yo estoy muy encariñada con ella. Estaba en la esquina de la calle Brown con la calle Rioja. Pero ahora es más grande y no me gusta, se que no me va a gustar. Además está más lejos, en la calle Mitre y Gascón. Yo voy al colegio por la mañana y voy a tener que cruzar la Plaza Mitre que es linda cuando hay sol, pero no temprano por la mañana. Me pregunto que tiene de malo la palabra aborto que dijo la regordeta Carlota. Creo que después, si me acuerdo, le voy a preguntar a mi mamá.
Lo que sí alborotó a todas es que ellas nunca se habían enterado de ese hecho.
Carlota sigue adelante contando lo que vio y criticando en retrospectiva. Comenta que el dormitorio era precioso, todo muy coqueto. Estaba todo vestido con las cortinas y las colchas que la finada había comprado en Asplanato y Galloni. Pero ¿para qué?.... si su marido siempre pasaba largas horas fuera del hogar. Teresa, en unos de los raros momentos en que su sordera parece amenguar, escucha las últimas palabras de Carlota. Levanta la vista de su labor, mira lánguidamente a sus amigas y así detiene el parloteo de ellas. Su aguda voz se eleva tímidamente en defensa del viudo diciendo que seguro que siempre volvía cansado de su trabajo. Agrega a su alegato lo responsable que él es en sus tareas. Doña Paca, la que parece saber todo, confirma de alguna manera la observación de la sorda diciendo que ya en su casa, y después de entrar su coche en el garaje, se calzaba las pantuflas y no salía hasta la mañana siguiente. Emilia, gran conocedora del desapego marital, sentencia que nunca hubo amor entre la pareja, la que nunca fue un ejemplo de amor y compañerismo. Calcula cuantas veces él le debe haber puesto los cuernos a ella. Otra vez siseos y gestos nerviosos señalándonos a nosotras. Basa sus cómputos en sus propias desdichas conyugales las cuales son bien conocidas por sus amigas. Hortensia - ya virgen inconsolable - piensa en silencio sobre la apostura de este hombre que ella ve pasar por la puerta de su casa casi todos los días, tan alto, tan bien vestido, siempre bien peinado, bien afeitado, con su bigote tan sentador! Hasta se imagina el aroma de su perfume, un perfume fuerte, varonil pero delicado a la vez. Mientras repasa la costura floja de la sisa de una blusa de María Cecilia, se dice a si misma que buen partido sería este flamante viudo.

Un año después en Tandil. Semana Santa. Viernes Santo, 22 horas.

Una sombra furtiva sale del auto bermellón estacionado en el patio trasero del hotel. Una vez fuera del coche, levanta la vista hacia una ventana del ala derecha del segundo piso. Sus cortinas no están corridas y una luz cálida, que se filtra a través de los vidrios, permiten ver los movimientos de las siluetas de las dos personas que ocupan la habitación. La sombra se desliza sigilosamente hacia arriba para acomodarse en el alfeizar de la ventana en cuestión para desde ahí poder atisbar tranquilamente. Pero su tranquilidad se desvanece en un espasmo mezcla de odio e impotencia al ver la escena que se está desarrollando en la habitación. La hijaputez de la escena la encoleriza. Amenaza con volver a la vida y castrar al desgraciado… ¡Engañarla con la Viuda Alegre de la otra cuadra! Y no sólo eso, él está usando el pijama que ella en vida le cosió para su cumpleaños y la otra tiene puesto el que siempre fue su camisón más lindo. Al finalizar su soliloquio de espantajo herido y sin dudar un instante, la sombra se escabulle ubicándose entre las costuras de la pretina del pantalón del pijama del viudo. Una vez allí la ánima cruza el dedo índice de su mano derecha sobre el dedo índice de su mano izquierda en forma de gancho. Y espera…

Mismo lugar. Sábado Santo, 00.30 horas.

El doliente viudo está anonadado. Y más doliente que nunca. Hace más de dos horas que se esfuerza en demostrar sus habilidades de macho marplatense. Todos sus braguetazos han sido bragazas. Su impotencia aumenta en forma proporcional al silencio piadoso de la Viuda Alegre de la otra cuadra. Al final vencido por la situación se sienta al borde de la cama, campo de batalla y escenario de su derrota, y mientras mira su arma masculina reducida a una arrugada nada se pregunta en un susurro que es casi un sollozo ¿por qué eso jamás le había pasado con la difunta? ….

Mismo lugar. Sábado Santo, 01,00 horas.

Desde la ventana que da hacia el patio trasero del hotel, mientras mira sin ver al auto rojo cuidadosamente estacionado, en un frustrante monólogo la Viuda Alegre de la otra cuadra se dice que cuanto mejor hubiera sido quedarse en casa antes que viajar con este pollerudo que no sólo trajo consigo el retrato de la finadita y lo puso sobre esa mesita con espejo que sirve de tocador de ese hotelucho de cuarta…sino que lo único que decía a cada rato: “con ella esto nunca me pasó… con ella esto nunca me pasó…”

Mismo lugar. Sábado Santo, 01,05 horas.

La sombra se escurre de la pretina del pantalón del pijama del hombre. Sus dedos no están más cruzados. Ya no siente furia ni inquina por la frustrada pareja que está en la habitación. Es un ánima exultante de alegría. Y mientras vuelve a su mirador en el alfeizar de la ventana, piensa… “¡cuán boludos son los seres vivos…!


















La de la esquina

Mar del Plata, febrero 1950.

Esta señora es una vecina que si bien mantiene cordiales relaciones con las cinco integrantes de este rocambolesco conjunto, no se relaciona más que por una palabra o un gesto de fría cortesía cuando se encuentra o se cruza con alguna de ellas en la vereda. Ella también pertenece a esa noble raza de chismosa barrial, aunque es mucho más joven que las cinco ya algo viejas cócoras charlatanas. Vive en la casa de la esquina, la que tiene ventanas sobre dos calles. Esta privilegiada posición le permite chusmear sobre ambas aceras con sólo mirar a través de los visillos. Por eso no le importa mucho permanecer en casa. Además como tiene hijos chicos, sale todos los días a la puerta de su casa para vigilar a los pequeños mientras éstos juegan en la vereda. Maricé y yo a veces jugamos con los chicos, pero son muy nenes para nosotras. Ella sabe vida y milagros de todos los que pasan por frente a su puerta, la que constituye, tomando en cuenta las ventanas ya mencionadas, un valioso tercer frente de observación.
Pero esta mujer es egoísta ya que nunca comparte sus informaciones con las convecinas. Ni siquiera hace las compras en los negocios del barrio. Su esposo, que es ingeniero, y mi papá son amigos. Mi papá va todos los sábados a Batán a comprar carne y verdura a una quinta de las afueras de la ciudad, las que luego reparte con su amigo. Por esto la señora de la esquina no compra nada en el barrio. Su despensa es La Estrella Española, una de las más grandes despensas de Mar del Plata, que está en Rivadavia y Córdoba. A mi mamá también le gusta comprar alguna vez en la Estrella Española pero no muy seguido. ¡Siempre hay tanta gente! Cada dependiente tiene como su clientela fija y entonces hay que esperar que atiendan a un cliente para después dedicarse a otro. Lo que me gusta es ver cómo hacen los paquetes cuando envuelven el azúcar, los porotos o garbanzos que mamá compra entre otras cosas. Volviendo a la señora de la esquina, su esposo pertenece a una de las familias de más raigambre en la sociedad marplatense. Sus abuelos y sus padres fueron gente laboriosa, de trabajo. Hoy gozan de una buena posición económica y social. Que mi papá y el ingeniero sean amigos es como un freno a las críticas que las cinco amigas le puedan hacer a la vecina en cuestión delante de mi presencia.
Pero de repente todo estalla en la cocina donde Maria Cecilia y yo estamos jugando al Ludo. Prestamos poca atención a la verborrea de su mamá y de su tía. Sin embargo a mi me llama la atención que Emilia esté llamando por teléfono a las demás contertulias para pedirles que vengan antes de la hora acostumbrada porque tiene una bomba para contarles Ambas hermanas escucharon en la radio una noticia sobre un joven marplatense que ha desaparecido misteriosamente. Luego, cuando se da el nombre del joven, Emilia se da cuenta que se trata del único hijo de la hermana mayor del marido de la antipática vecina. Antes que lleguen las otras tres, Hortensia va a comprar La Capital para ver si salió algo sobre este asunto. La Capital es el diario más importante de la ciudad. La encargada de leer en voz alta toda la información brindada por el diario es Doña Paca. Es la que tiene la voz más fuerte, lo cual es importante pues es necesario que nadie quede fuera de la noticia, en especial Teresa. Dicen las noticias del diario que se encontró el coche del joven abandonado junto a las vías del tren, cerca de la salida de Mar del Plata. No había señal de daño físico pero las llaves del encendido y del baúl estaban tiradas sobre el piso, cerca del tablero. Es un dato preocupante. Por eso, sin perder un instante comienzan las cinco a deliberar el por qué, el cuándo y el cómo de todo este misterio.
Abre el debate la jefa de este matriarcado preguntando que le habrá pasado a este muchacho que tiene de todo. Ninguna de las cinco tiene respuesta válida; una dice que es sólo un rico holgazán; otra parece disculpar su ociosidad porque es el hijo único de una familia de mucho dinero que, además, porta un apellido respetable. Carlota – cuándo no - es la que alborota el avispero. Informa que hace mucho que se rumorea en la peluquería donde ella se atiende, a la que también acude la mamá de este muchacho, que él está enamorado de la hija de la cocinera de la estancia de los abuelos paternos del joven. También se comentó lo mismo en el negocio de lencería donde ella suele comprar su ropa interior. Y es Doña Paca, inefable presidenta de este consorcio chismeril, la que ubica los hechos en forma lógica y hasta por orden cronológico: sin duda el borrego se fue sin avisar a nadie… pero su madre debe haber estado alertada de que algo va a ocurrir… no olvidarse de la intuición materna. Hortensia, inocente como siempre, se conduele de esa madre que debe haber estado preocupada, a lo mejor pasando noches enteras espiando a través de las celosías. Emilia dice que ella sabe lo que es esperar la vuelta de alguien, escuchando atentamente cada ruido, estar sola en una cama grande y lo único que llega es la claridad del amanecer. Carlota está segura que se fue para juntarse con la hija de la cocinera. Las cinco coinciden en que este escándalo le va a bajar los humos a la de la esquina.
Han pasado tres días desde la noticia bomba. Hoy ha sido informado por el diario primero y la radio después, de la aparición del desaparecido. El muchacho ha regresado. Se había ido dramáticamente, pero no muy lejos. Viajó a una provincia del norte y, cuando se quedó sin dinero, pegó la vuelta. Patética aventura de entre casa la de este galán de medio pelo. Patética pero positiva pues se casa por civil y por la iglesia con la mujer que él ha elegido. Su madre acepta ser la madrina. Esa es la última actividad social de la matrona. Es que todo esto es una mancha en el prontuario social de la familia, que como no se puede ocultar, que es imposible de borrar.
Mientras Maricé y yo seguimos jugando al Ludo, no puedo evitar oír las conjeturas hechas por estas profetisas domésticas. Las cinco dicen que en esta boda la felicidad será esquiva para todos.

Han pasado muchos años. En el barrio ya no están las comadres ni la vecina de la esquina. Hoy nadie se acuerda de esa aventura de amor protagonizada por un joven marplatense impaciente por consumar su deseo en contra de los planes de su madre, la que nunca lo entendió. El círculo de amigos compadeció a esa pobre mujer que aceptó el casamiento de su hijo con esa “muchacha”, quizá como una penitencia que absolviese su pecado de madre castradora. Penitente arrepentida, antes centro de las veladas más encumbradas de la sociedad marplatense, después sólo recipiente de miradas de conmiseración en esas mismas reuniones. La madre de este joven fue en su juventud y en su madurez una bella mujer. Morena, segura de si misma no sólo por su belleza sino por su poder económico, aceptó todas sus derrotas sin perder su porte de reina. Lo que perdió fue su salud y las pocas ganas de vivir que le quedaron después del casamiento de su hijo. Se consumió lentamente y se fue silenciosamente de este mundo sentada en su silla de ruedas. Es como que ya su vida no tuvo más rumbo propio y sólo iba donde la llevaban los demás o, quizá, las circunstancias marcadas por su destino. Nunca más se comentó ese suceso que hizo hablar a tantos marplatenses.



Una historia de amor sin libreta ni sacramentos

Mar del Plata, mayo1950.

Hortensia y Emilia se miran asombradas. Desde el fondo del pasillo que conduce hacía la calle, se oyen unos pasos presurosos, casi como si alguien se acercara en veloz carrera hasta la cocina donde ellas están preparando el escenario de sus reuniones diarias. Inesperadamente hace su entrada Teresa. Sus mejillas están enrojecidas y respira con agitación. Su cabello no está tan prolijamente arreglado como de costumbre. Uno de sus pómulos, el izquierdo, está ligeramente hinchado. Ella, que nunca falta a la cita diaria en la cocina de la casa de sus amigas, ayer estuvo ausente. Ella, que siempre llega algo tarde a las reuniones, hoy pide disculpas por su adelanto diciendo que siente mucho si es que llegó antes que Doña Paca y Carlota, pero que no contará nada hasta que no estén todas juntas. Sin más explicaciones, se sienta en su rincón, saca su bordado y empieza trabajosamente a enhebrar una fina aguja, herramienta de su trabajo y cetro de su reino privado de casi todo sonido.
Por fin llegan las otras dos integrantes del grupo. Como de costumbre, Teresa sorda como una tapia en estos momentos, no se da cuenta de que el quinteto está completo. Así que son las hermanas quienes se encargan de brindarles a las recién llegadas la poca información que tienen con respecto a este desbarajuste en la rutina de sus vidas. Una vez que la pava, el equipo matero y las masitas de maicena están sobre la mesa, las cuatro se ubicaron en sus respectivos lugares – hasta en eso son rutinarias estas mujeres – decididas a terminar con el tremendo suplicio de no saber el porqué del cambio en la conducta de Teresa. Es Doña Paca, con su vigorosa voz la que trae a la realidad a aquella pobre sorda que hoy, absorta como está en su tarea, parece hasta dulce y conmovedoramente bonita. Y así cuenta que el día anterior no había podido dormir a causa de un terrible dolor de muelas. Como su dentista hacía quince días había sido mamá, no atendía. Por eso su hermano la llevó de su dentista. Era urgente, así que no tuvo más remedio que ir. Hasta ahí esa aventura no tiene nada de extraordinario, dicen sus amigas. Esto lo escucha muy bien Teresa, pues en estos momentos parece que el velo entre sus oídos y los sonidos es más sutil que de costumbre. Así que sin perder un instante se apresura a agregar más información. Cuenta que el dentista de su hermano es el que dio tanto que hablar cuando dejó a su mujer y a sus dos hijos – uno de los cuales es artista de cine - para irse a vivir con su amante de tantos años. Dice que cuando estuvo en la sala de espera pudo ver por un instante a la mujer que vive con él, ésa de la que todo el mundo habla y casi nadie conoce. Y ahí la tertulia, como cediendo a una reacción súbita y colectiva, se queda boquiabierta, impresionada por la mención de esa mujer. Pero pronto del estupor pasan a la acción y comienzan a atosigar a la pobre Teresa pidiéndole más detalles de su aventura. Pero la sorda se siente confusa ante su imposibilidad de decodificar los mensajes emitidos por esas voces que se mezclan y confunden en sonidos ininteligibles para ella. Por eso se abroquela en su discapacidad, dice no entenderlas mostrándoles a sus amigas su oído y su frente en un triste gesto de impotencia. Al no poder tener más información, las cuatro matronas deciden armar ellas mismas el mapa itinerante de los amores del dentista y la mujer que lo acompaña sentimentalmente desde hace algunos años.
Imposible determinar quién dice que, el parloteo es incesante pues cada una de ellas, excepto la bordadora aislada de todo sonido, está empeñada en añadir un troquel más al rompecabezas de la vida sentimental de la pareja.
Así, sin solución de continuidad, se desarrollan los hechos en un casi orden cronológico.
Ella es como 10 años mayor que él. Había sido empleada en una repartición estatal Se conocieron porque vivían en la misma pensión. Seguramente los acercó el tema de la salud bucal. Pero quizá fue una necesidad emocional de parte de él. ¡Pero si él tenía novia! Una chica de buena familia, de la Capital. La que lo buscó fue la otra. El fue siempre tan buen mozo y tan educado. Morocho, alto, delgado y tan cortés. Seguro que ella se sintió atraída por su juventud, su apostura, su educación y su fogosidad. Fogosidad que ella alimentó en encuentros sensuales e impetuosos que él aceptó de inmediato. Es claro, así lo pescó. Están las cinco tan entusiasmadas en confeccionar el identikit de este romance que no nos prestan atención ni a Maricé ni a mi. Nosotras estamos tratando de aprender a usar la aguja de crochet. Pero me parece que yo no voy a aprender mucho porque estoy prestando atención a lo que dicen estas charlatanas. Es casi como las novelas que mi mamá escucha por la radio. En Mar del Plata hay dos radios. A mi me gusta mucho escuchar al Tío Enrique los domingos a la mañana cuando está el “Club de Niños Norma y Susana”. Está en Radio Atlántica. Yo quiero ir a decir un versito por la radio pero mi mamá no me lleva. ¡Y eso que la radio está cerca de casa! La otra radio es más nueva. Se llama Mar del Plata. Mamá dice que lo mejor son las novelas. Mi papá prefiere escuchar las radios de Buenos Aires, aunque a veces hacen mucho ruido. También oímos radios de Montevideo porque ahí pasan siempre tangos, que a mi papá le gustan mucho.
Me entero que “el casamiento de este hombre fue un desperdicio” y que además “le arruinó la vida a su novia y a sus hijos”. Es Doña Paca la que condena la conducta del cuestionado odontólogo. Todas lamentan el quiebre de ese matrimonio. Es que los dos pertenecían a muy “buenas” familias. Tenían asegurada una vida tranquila, sin sobresaltos. Ninguna de ellas sabe porqué él se casó, si estaba tan metido con la otra. ¡Y hasta tuvo dos hijos! Es que los hombres son todos iguales… dicen todas en un tácito acuerdo hacia la situación de Emilia. Sin embargo hay algo a favor de la pareja adúltera. Justo es decir que él y su amante trataron de terminar su “asunto” cuando él juró delante del altar “… estar en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, etc., etc.…” con la que usaba velo y vestido blanco. Pero la verdad es que desde que se esos dos se conocieron, jamás pudieron apartarse. La otra renunció a su trabajo, viajó a Mar del Plata y se instaló en un departamento cercano al lujoso consultorio de él. ¡Qué vergüenza!
Al final su mujer lo dejó. Los hijos se fueron con la madre. Lo abandonaron y nunca más lo buscaron. Es lo que se merecía. Quizá ya sin más información que agregar y con las gargantas secas de tanto parloteo, recalientan el agua que queda en la pava, ponen en el mate una nueva carga de yerba y comienzan a manducar los bizcochitos de maicena que quedaron indemnes en el plato porque de tanto mover las lenguas se olvidaron de darle movimiento al aparato masticador.

Sin embargo esta historia ha quedado incompleta. Quizá por desconocimiento de los sentimientos de sus protagonistas ó quizá por una secreta negación de las narradoras en justificar la conducta de los mismos.
La verdad es que desde el momento en que la esposa lo abandonó cansada de su situación conyugal, la relación entre los amantes no fue tan placentera. Se había convertido en un fácil blanco para la chismografía de la burguesía marplatense. La “otra” sintió a su alrededor un desprecio total. Donde iba le hacían el vacío. Decidió aislarse, pensó hasta en dejar la ciudad si no cesaban las murmuraciones y las miradas insidiosas a su paso. Pero no pudo alejarse de él, del amor total de su vida. Oculta de la vista de todos, tuvo una actitud de reserva que escondía sus emociones y pensamientos. Después cayó víctima de violentos cambios de carácter que más tarde le fueron diagnosticados como depresión maníaca. Luego se complicó su estado al somatizar su realidad de ser efectivamente “la despreciable otra”. En menos de un año a la depresión nerviosa se le sumó un serio problema pulmonar. Un largo año de convalecencia le robó mucho de su fogosidad y vitalidad pero también hizo que él, sintiéndose culpable por la inestabilidad emocional de su querida, reflexionara y tomara una decisión. Era la primera vez que él iba a comportarse como un hombre y no dudó ni un instante. Eligió seguir su camino de vida junto a esa mujer, que dejó todo por seguirlo, frente a toda la sociedad que de cualquier manera nunca lo absolvería. Una vez que decidió tomar el camino definitivo, que sin duda estaba señalado en su destino, hasta pareció estar agradecido por haberse visto obligado a blanquear su situación. De ahí en más ella ya no se escondió ni se encerró en su caparazón protector. Y siempre se los vio juntos, sin ocultarse ni preocuparse del que dirán.

Una tarde del mes de mayo de uno de los años de la última década del siglo XX, justo una semana antes de alcanzar su cumpleaños número ochenta y nueve, él se durmió en su mecedora, ubicada en el dormitorio de la hermosa casa que poseía en uno de los barrios más tranquilos de la ciudad. El odontólogo, que había estado sufriendo de la enfermedad de Alzheimer por algunos años, nunca se despertó de su último sueño. Se murió gentil y tranquilamente. Tan gentil y tan tranquilo como había sido en vida con ella. Fueron más de cincuenta años de amor sin libreta ni sacramentos. Cincuenta años de vida en común que se quebró cuando ella falleció de un ataque al corazón a los 88 años. De ahí en más fue un bajar la cuesta de la vida para él. Se sintió tan profundamente desesperanzado que no tuvo fuerzas para conservar vivos sus recuerdos y paulatinamente desmejoró su condición al punto de no poder a menudo reconocer a sus amigos.




Alguna vez sonrió

Mar del Plata, abril 1950.

El otoño trata de desalojar los últimos días lindos de sol y temperatura templada. Afuera llueve silenciosa pero firmemente. A falta de nuevo material para cotillear, los recuerdos comienzan a mandar en el chismorreo diario de las cinco vecinas. Es una tarde ideal para tomar mate con tortas fritas, tejer y charlar. Hoy le toca ser despellejada a la vecinita más sufrida de la cuadra. Es hija de padre desconocido. Su madre se había casado con un hombre mucho mayor que ella, que la reconoció dándote un apellido pero no una ubicación social. La madre era muy joven, sólo quince años mayor que la hija. Su padrastro ya frisaba los sesenta. Los tres formaban una familia muy especial.
Doña Paca, la imperecedera convecina, parece saberlo todo. Despierta risitas socarronas la acotación inesperada de la vieja matrona cuando dice entre chupada y chupada de bombilla, que la chica viajó como un canguro, dentro de la panza de su mamá cuando ésta llegó a Mar del Plata desde un pueblito pequeño muy cercano a nuestra ciudad. Ya se sabe, “pueblo chico, infierno grande”. Emilia quiere saber si es verdad que la madre se casó con “el viejo” o si simplemente se juntaron. Sí, se casaron pero no acá, en Mar del Plata, sino lo hicieron en otro municipio donde nadie los conocía. Como de costumbre, con todo candor Hortensia confiesa no entender porque no fueron al Registro Civil de Mar del Plata. Por vergüenza de la familia de él, explica la vieja tejedora. Él tenía un importante puesto en el Casino. Además era el único vástago de una familia de renombre y con amplia trayectoria política en la zona. Pero poco a poco esta familia se volvió matriarcal al irse quedando sin los miembros masculinos que supieron formarla. Así que abuelas, madre, hermanas y primas arroparon al muchacho hasta una avanzada edad adulta.
Carlota pregunta como se conocieron. En el lugar de trabajo de ella, contesta doña Paca. Y con una sonrisa de condescendencia hacia sus cuatro oyentes, les espeta un currículo de la mamá de la muchacha que las deja con la boca abierta – algo no muy común en ellas.
Su tarea era muy especial. Ella trabajó casi diez años, entre 1920 y 30, en una confitería del centro. Doña Paca cree que era el único trabajo en la que la idoneidad estaba determinada por la juventud, la hermosura y la falta de competencia para ejercer cualquier otro trabajo: la mamá de esta pobre chica había sido era “vitrolera”. El café Tokio, propiedad de un súbdito japonés de nombre E. Higa, que estaba en la calle San Martín sobre la vereda par, entre las calles San Luis y Córdoba, había sido su lugar de trabajo. A veces pasaba discos en una vítrola que estaba ubicada sobre una tarima. Entre disco y disco, ella se sentaba en una silla colocada “ad-hoc”, cruzaba sus piernas bien torneadas y esperaba mirando al público que era casi totalmente masculino. Otras veces era parte de una orquesta de señoritas que ocupaba la misma tarima, orquesta que tenía la particularidad de que sus integrantes sabían muy poco o nada de música. Lo importante era que fuesen jóvenes y lindas. Teresa debido a su semi sordera se hace repetir la información. Y una vez ingresada ésta a su conocimiento quiere confirmar el calificativo de “hermosa” con respecto a la mamá de la chica. .Paca dice que era tan bella que “el viejo” ya casi en la quinta década de su vida, sintió el atávico deseo de “hombre” cada vez que recibía las sonrisas y los mohines de esa niña-mujer que se estaba haciendo a los golpes de la vida. Y así se casaron. La única concesión que el ya cincuentón mozo aceptó hacer a sus féminas parientas fue casarse fuera de Mar del Plata. Es que la familia era una de las más encumbradas en el escalafón social y político de la ciudad y había que evitar el “qué dirán”.
Emilia mientras cambia la yerba del mate señala que la chica está siempre triste. Es que no tiene novio dice Hortensia, en un casi suspiro de colega profesional en el arte de la soltería. Paca le aclara que la chica está enamorada de un muchacho que es primo de ella. Y es correspondida. Pero la mamá no acepta esa relación. Las discusiones entre ellas se suceden a diario. La señora del médico que vive en la esquina - cuya casa está pegada a la de la chica - comenta muchas veces en la panadería que se oyen los gritos y los portazos. “El viejo” no se mete en las disputas entre madre e hija. Un poco porque en verdad no le interesa el destino de la chica y otro poco porque esta muy mayor y parece no coordinar muy bien sus neuronas en algún pensamiento coherente.
Un día cualquiera llega la noticia. El primo de la chica se casa con una jovencita menor de edad, a la que embarazó. Está obligado a casarse con ella. Hortensia y Teresa están felices. La chica será una más en las filas de las solteronas del barrio.


Mar del Plata, 1990. Han pasado cuarenta años. La chica siguió noviando con su primo a escondidas de todos. Su discreción y su paciencia fueron infinitas. Vivió el nacimiento de los tres hijos de su eterno novio y estuvo a su lado, muy prudentemente, en los momentos buenos y malos que el pasó con la familia que había formado. Lo sostuvo cuando él debió afrontar la larga enfermedad de su mujer, quien nunca ignoró la relación de su marido con ella. Es más, la aceptaba porque ella siempre tuvo la certeza de que él amaba a su novia de siempre y no a ella, su esposa. Cuando falleció la madre de los hijos del novio de la chica, ella estuvo a su lado, consolándolo por la pérdida de esa compañera de tantos años. Durante ese tiempo “el viejo” padrastro se murió. Su madre, que en el ínterin frecuentó varios amantes, formó pareja con otro hombre más joven que ella, y la chica, que no tenía a donde ir, se quedó al lado de su madre y su pareja más como la muchacha de los quehaceres que como una hija.
Un tiempo después de haber enviudado, su novio de cuarenta años le propuso matrimonio. Ella aceptó. Preparó su ajuar con la misma ilusión que había tenido cuatro décadas antes. Y se casó y fue feliz hasta que su esposo falleció. La chica quedó sola. Ahora era viuda y estaba grande. Entonces los hijos de él la cuidaron. Ellos siempre supieron del amor entre ella y su padre, y del afecto y la comprensión que ella le dio a toda esa familia siempre. Los hijos de él la cuidaron hasta que fue posible. Cuando fue inevitable decidieron internarla en un geriátrico donde estuvo muy bien atendida hasta el día de su muerte.
Ni Doña Paca ni Carlota, ni las hermanas y menos aún Teresa, encerrada en un silencio profundo, pudieron pensar que la vida de la chica no fue en vano. Fue un canto de amor, esperanza, paciencia y fe. Donde esté seguro estará con su amor de toda la vida. Sin proponérselo fue la heroína de una maravillosa historia de amor, protagonizada por dos seres comunes, de un barrio marplatense. Ni príncipes ni princesas. Seres de carne y hueso. Como cualquiera de nosotros.