domingo, 20 de febrero de 2011

Historias de Conventillo

HISTORIAS DE CONVENTILLO

Historias
de
Conventillo





Dedicado con todo amor a José ‘Pepe’ Berg, mi esposo, que siempre me alienta para seguir escribiendo
Sara Garfinkel


Mar del Plata, 2010

Título de la obra: “Historias de Conventillo”




Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.-
ISBN en trámite.-


Indice


Pág.
Índice 4
Prólogo 7
Mitre y Belgrano 9
Azucena 13
Purrín 19
Tulo Tulaso 25
La Chola 28
Don Carmelo 32
Don Iñaki 35
Américo 40
El boxeador electricista 44
Las Lavanderas 52
El Turco y el Ruso 57



Prólogo



Gracias a escritores como Alberto Vaccarezza, Manuel Gálvez y otros, siempre se asocia la palabra conventillo con la ciudad de Buenos Aires. Los que hemos nacido tan distante de barrios porteños como San Telmo, Villa Crespo o La Boca, entre otros, y tan lejos en el tiempo del apogeo de esas viviendas colectivas, podemos contar ahora, ya en la primera década del siglo XXI, ciertas historias calientes del caldero marplatense que tuvieron epicentro en una de esas casas de vecindad conocida como “conventillo”. Según la definición de “conventillo” que da el joven Diccionario del habla de los Argentinos, editado por Espasa-Planeta, (año 2004 – p. 251) Conventillo es “Casa antigua en general con varios patios o con un gran patio interior, cuyas habitaciones se alquilaban a numerosas familias que compartían normalmente el baño y la cocina”.

En el ideario popular desde el punto de vista edilicio el conventillo da la idea de un tipo de vivienda colectiva para personas de escasos recursos. El amontonamiento sin orden de grupos étnicos, que habían perdido los vínculos afectivos o culturales con su país y familias, con personas nativas del terruño dio origen a una colectividad muy “sui-generis” aunque ejemplar en muchos sentidos. Especialmente en el sentido comunitario y solidario, porque en esa confusión de razas, credos, idiomas y costumbres sin orden ni método nadie estaba completamente solo. Enfermos, ancianos, huérfanos, todos por igual eran cuidados y protegidos. La solidaridad estaba en ver que a nadie le faltara de comer o el remedio necesario o la palabra de aliento. Además todos tenían, hacia esa casona vieja en donde se compartía el baño, la cocina y el patio, un sentido de ser parte de una familia numerosa viviendo en un hogar común. Aunque en esa colmena heterogénea no faltaban las noticias verdaderas o falsas ni los comentarios malintencionados que terminaban, muchas veces, indisponiendo a unos contra otros. De ahí el nacimiento de la palabra “conventillear”, que expresa la idea de chismorrear.










Mitre y Belgrano

En Mar del Plata hubo muchos conventillos. Largo sería narrar las situaciones acaecidas en cada uno de ellos. Además no es idea cansar al lector con narraciones de situaciones que realmente serían repetitivas como repetitivas son las acciones y reacciones del ser humano. Por eso, está la decisión de narrar el conjunto de factores o circunstancias que afectaron a un grupo de personas en un determinado momento en un determinado sitio. Este sitio era una vivienda colectiva marplatense que se levantaba en lo que hoy es pleno centro de la ciudad. Sus frentes daban por dos calles, las que recuerdan el nombre de dos patriotas argentinos, no contemporáneos pero trascendentales en la historia de nuestro país: Belgrano y Mitre.
No era necesario ni el número de la puerta de entrada a la casa ni el nombre de las calles para identificar la locación del conventillo, morada de los personajes, verídicos tanto y cuanto a sus existencias, como a los sucesos prósperos y adversos que enfrentaron en sus vidas. Era fácil ubicarlo con sólo nombrarlo como el conventillo del “Bar de Constante”. Este bar, del que hablaremos renglones abajo, era un referente famoso por los parroquianos que a él concurrían.

La entrada a la casona colectiva se abría sobre la calle Mitre en un portón doble, a guisa de puerta cancel, que daba acceso a un patio enorme. A la derecha, a algunos metros del portón, se levantaba una higuera gigante que apoyaba su rugoso tronco contra la pared mientras que sus ramas cruzaban el grueso muro que daba hacia la calle, para regocijo de los pibes quienes devoraban las blandas y dulzonas brevas que colgaban de ellas.
A metros de la entrada, en medio del patio - que como ya dijimos era de grandes proporciones - estaban los baños y las duchas. La batería de duchas era a la derecha para las mujeres y a la izquierda para los hombres; los baños seguían esa misma distribución. Por supuesto que toda el agua que corría por las cañerías era fría. ¡Se tirita sólo al pensar lo que habrá sido transitar por allí para ir al baño en las noches de invierno, tan severas en Mar del Plata!
A un costado, en el medio de la galería, estaban los tres piletones donde las familias lavaban la ropa. La suya y la de afuera, en muchos casos. Estaba prohibido colgar la ropa recién lavada en el patio de abajo. Ese menester se llevaba a cabo en los pasillos de la planta baja y en la pasarela del primer piso; a tal efecto, delante de la puerta de cada habitación, entre las columnas de material que sostenían la pasarela superior y los soportes que aguantaban el tinglado que servía de techo a la galería, se habían fijado unos alambres que servían para tender las húmedas prendas correspondientes a quienes ocupaban dichas piezas.
La edificación era de dos plantas. En la planta baja había más habitaciones que en la superior. Todas las habitaciones estaban unas al lado de las otras, las de abajo cada una con su puerta hacia la galería, las de arriba con sus aberturas hacia la pasarela de madera, que servía de techo a la galería. A estas habitaciones se accedía por una escalera también de madera. Los techos de las habitaciones del primer piso eran de chapa y madera. Ninguna de ellas tenía ventanas a la calle. Estas salas, así podríamos llamarlas por sus generosas dimensiones, circundaban al patio en tres de sus lados. Al final de una de las galerías una de las habitaciones servía de cocina común para todos los habitantes de la vecindad. La nota de color la daban los pajaritos propiedad de don Iñaki, uno de los residentes más antiguos de la casona, quien los cuidaba con amor de padre y mimo de abuelo. Para ellos había comprado un jaulón que colocó en un lugar estratégico del gran patio. Era lógico su esmero hacia su alada prole de canto grato y melodioso, porque a don Iñaki, que siempre vivió solo, no se le conocía familia alguna.

En chaflán, a modo de esquina de esa casa de inquilinato, se abrían las puertas del “Bar de Constante”, mezcla de comedero, despacho de bebidas y almacén de alimentos muy elementales como azúcar, yerba, algún que otro fiambre, café y, si había, algo de harina y fariña. El boliche estaba integrado a la edificación de esa casona que, con toda seguridad, había visto tiempos mejores. No todos los que frecuentaban el mostrador de Constante vivían en el conventillo, pero todos los habitantes de esa casa colectiva siempre, por algún que otro motivo, daban vueltas por el comercio dedicado al despacho y consumo de bebidas y comestibles. Por ello, esa taberna era de tremenda importancia en el entrecruce de ideas, sentimientos, opiniones, religiones, idiomas y costumbres que a diario sucedían entre sus visitantes. El dueño del lugar, Constante, reinaba en el sitio desde su trono, especie de mesa cerrada de madera pintada en su alzada y recubierta de estaño en la superficie superior, donde el tabernario soberano, en su calidad de autoridad suprema e independiente, atendía y despachaba los pedidos de sus clientes. En ese lugar la convivencia sin discriminación se ejercitaba con toda naturalidad. Si bien no había notables diferencias en las escalas sociales de las personas, éstas convivían sin supeditar sus valores morales ni sus identidades. Todos conocían horarios y costumbres de cada uno. Todos estaban involucrados en la causa común y hablaban de su domicilio con un sentido de pertenencia, de hogar comunitario y de ser miembro de una familia grande.

Evocaremos en estas páginas, no sin cierta tristeza melancólica, el recuerdo de la vida simple, dura, eso sí, pero dichosa de esas personas que tuvieron tantos aspectos positivos que dieron sentido a sus vidas Ellos llegaron, a su modo, a saber el por qué y el para qué de sus existencias, de su vivir cotidiano. Sin saberlo fueron felices porque, a pesar de los más y los menos que todos los seres humanos tenemos en nuestros destinos, ellos conocieron el sentido de sus vidas. Desde los nacimientos, pasando por los bautizos, cumpleaños, casamientos, todo se celebraba en el patio del conventillo. ¡Ni hablar del 25 de mayo o el 9 de julio o de las fiestas de Navidad y Año Nuevo! Además se celebraban todos los años nuevos de todos los que profesaban otra fe que no la católica. Todas eran lo que llamaríamos fiestas de la vecindad antes que de la familia.







Azucena

La Pitonisa, Sacerdotisa de Apolo, (daba los oráculos en el templo de Delfos
sentada en el trípode)

Azucena, Sacerdotisa del Conventillo, (daba los oráculos en su pieza del conventillo
sentada en un banquito prestado)

Don Eladio y don Iñaki habían vivido en el conventillo desde siempre. Ocupaban piezas contiguas. A pesar de sus diferentes caracteres ambos hombres habían sido amigos desde su juventud. Don Eladio, más criollo que el asado con cuero, había sido hasta bien entrado en la madurez un eterno mujeriego. Don Iñaki por el contrario, era un vasco enrevesado, mal llevado y misógino para más datos. El afecto personal entre ambos se había fortalecido con el trato y con el tiempo. También con el tiempo se ganaron el tratamiento de respeto, que se antepone a los nombres masculinos de pila, y comenzaron a ser llamados Don Eladio y Don Iñaki.

Pero siempre el diablo mete la cola cuando encuentra la oportunidad de hacerlo. Don Eladio, que había vivido todas sus aventuras “Casanovescas” lejos de su hábitat, porque su lema era “donde se come no se c…”, se dio cuenta que ya estaba más cerca de los setenta que de los sesenta. Una mañana, antes de vestirse, se plantó en cueros delante del espejo del ropero que ocupaba gran parte de su pieza y se miró de frente, luego de costado, otra vez de frente para girar hacia el costado contrario al que ya había observado… y no le gustó nada lo que vio. A su orgullo de macho cabrío le costó mucho aceptar que veía lo que ya hacía tiempo sabía que estaba caído.
Tuvo miedo de ser uno de esos que ni de viejos cambian y de quedar sólo para siempre. Se percató de que sus mañas de conquistar fácilmente con la palabra no tendrían el apoyo de su habilidad sexual. A regañadientes aceptó que ya no le daba el cuero porque se estaba volviendo viejo.

Un día, por primera vez, en todos los años de vivir en el conventillo, don Eladio trajo del brazo a una mujer. Rubia oxigenada, cuarentona, algo entradita en carnes. La presentó como Azucena, una amiga del alma (“de la cama” cuchichearon las damas domiciliadas en la casa colectiva). En un par de días ya se sabía que don Eladio había conocido a su “amiga del alma” en una casa non santa de la calle Don Bosco, cerca de la estación de trenes. La pareja vivió su relación como pudo. Ambos cambiaron sus rutinas de vida pero no pudieron en tan poco tiempo modificar sus personalidades. Azucena no encajaba en el típico rol de ama de casa y don Eladio, hombre tan dado a mujeres, no tenía la menor idea de cómo llevar adelante una relación fija con una sola persona de sexo femenino y, para colmo, con “cama adentro”. Además la intromisión de la rubicunda fémina en la vida de los dos sexagenarios amigos provocó el quiebre de la relación de amistad entre ambos.

Así como todo en la vida tiene una duración finita, la vida de don Eladio también. “Cuando quiso sentar cabeza se le encabritó el corazón”, se lamentaba don Iñaki. “Lo que pasó es que el finado, como no podía con la rubia, estaba tomando unos yuyos que le trajeron del campo y no le aguantó el ‘bobo’”, diagnosticaron las vecinas del lugar. Lo cierto es que Don Eladio la dejó sola, sin un peso y sin esperanzas de encontrar un reemplazante, debido a lo baqueteada que ya estaba Azucena cuando el finado la trajo a vivir al conventillo y lo arruinada que la dejó antes de morirse. Aunque inesperado, el deceso del hombre no produjo en ella ningún signo de pesadumbre ni de aflicción. Más bien fue un alivio para la mujer que ya estaba cansada de las golpizas que recibía del ahora occiso, cada vez que éste volvía algo chispeado del boliche de Constante. Es que la única manera en que el setentón podía demostrar su hombría a la mujer era moliéndola a palos.

El luto le duró a Azucena lo que los magros pesos del viejo le duraron en su cartera. Como no era mujer de amilanarse pensó que una buena forma de ganar fácilmente dinero era esquilmando a aquéllos que no eran tan avispados. Así rastreó en su memoria situaciones que había conocido cuando vivía con su abuela, una zingara que se las sabía todas, y decidió usufructuar el arte de adivinar que como herencia le había dejado la anciana.
Diligentemente emprendió con resolución el comienzo de su trabajo. Escribió varios papeles que repartió entre los negocios del barrio, contando con la buena voluntad de los dueños de esos negocios para que la oferta de sus servicios fuese exhibida en las vidrieras de los mismos. Sin haber hecho un curso de Prensa y Propaganda, Azucena demostró que podía ser muy buena publicitando su capacidad profesional:

Azucena
Por su poder magnético con las barajas españolas ofrece

“SALUD, FORTUNA, AMOR, DICHA”
Para el hombre, la mujer, la señorita

Uniones de pareja, problemas en separaciones, problemas de malos tratos.
(en este punto, por su experiencia personal, ella era idónea en la materia).

Que vuelva tu pareja, para que nunca se aleje de tu lado. Recupera tu felicidad como muchos de mis clientes que ya obtuvieron lo que deseaban.
(esta mentira oficiosa era necesaria para justificar una larga experiencia en este negocio que ella recién empezaba).


Empezó armando su gabinete adivinatorio en un rincón de la pieza que había compartido con don Eladio. Una mesita redonda, sobre la cual puso una colcha vieja de color rojo subido, tirando a violado. Sin saberlo, el color del trapo elegido coincidía con el tinte que en la antigüedad usaban los sumos sacerdotes. Una silla más o menos decente para sus “clientes” y un banquito medio destartalado para ella. Estas piezas de mobiliario se las prestó el griego Constante, dueño del boliche que funcionaba en el local que era parte del edificio del conventillo y que daba por las dos esquinas. Un velador cuya pantalla atenuaba aún más la luz mortecina de la lamparilla que cubría. Y lo indispensable: un mazo de naipes españoles.

Azucena toma su tarea con tanto fervor que ella misma cree ser descendiente directa de la sacerdotisa de Apolo, aquélla que daba los oráculos en el templo de Delfos sentada en el trípode. Todos los días la rutina de trabajo de Azucena comienza cuando ella pone un vaso de agua sobre la mesa porque dice – de tanto decirlo ya debe creerlo – que el agua es conductora de energía. Luego prende una vela para que la luz espiritual guíe sus presagios. Toma el mazo de naipes y se sienta a esperar a sus clientes del día. Mientras espera pide al Guía Espiritual de turno – porque Azucena es muy voluble e inconstante con sus Guías espirituales – que la premie con la visita de muchas personas que necesiten de su adivinación de las cosas futuras por medio de sus naipes. En verdad lo que ella busca no es la felicidad de los incautos que la visitan sino su bienestar personal. Es que ella no cobra por sus servicios. Toda paga que recibe es a voluntad de la persona que utiliza los mismos.

Pronto comienza un desfile de personas de ambos sexos con la más variada retahíla de problemas, tal como ¿Me engaña?... ¿Estará con otra?... ¿Tendremos hijos?...¿Como irá mi nuevo negocio?... ¿Se curará mi madre de su enfermedad?...¿Venderé pronto mi casa?... ¿Volverá la persona que amo a mi lado?

Cualquiera sea la pregunta, cualquiera sea el incauto que la hace, la respuesta de la improvisada Pitonisa es la misma. Le aconseja que respire hondo y que esté tranquilo antes de darle el mazo de naipes para que lo parta en tres montones diciendo que cada uno es para si mismo, para su casa y su familia y para su futuro.
Luego, por las dudas, si las respuestas dadas por ella no son del agrado del consultante, le dice que el poder no está en las cartas sino en la persona misma. Mezcla las cartas nuevamente, las divide en tres grupos y las pone cara abajo, de modo que puedan ser vistas por la adivinadora y el adivinado sólo cuando aquéllas sean dadas vuelta. Además advierte que siempre hay que tener en cuenta que si la carta tarda en salir, el hecho que anuncia también se retrasará.
Así, en una sucesión sin solución de continuidad comienzan a aparecer oros, copas, bastos, espadas, al derecho o al revés, números mezclados con figuras, figuras de buen agüero, otras no tanto. Azucena deja volar su imaginación, dice lo primero que se le ocurre, rupturas, festejos, éxitos, fracasos, enfrentamientos. Todo lo que le viene a la cabeza sale por sus labios.
Día a día va llenando su hucha hasta que… un día los consejos a una de sus más asiduas clientas de cuidar el amor de su marido, de vigilar sus pasos para conservar el amor del hombre y tener una y larga y feliz vida conyugal, se tornan premonitores cuando el marido abandona a la mujer por otra señorita más joven y agraciada. La esposa abandonada descarga su rabia haciéndole un escándalo al marido infiel en su lugar de trabajo. La mujer llora, manifiesta en voz alta con vehemencia su sentimiento de mujer despreciada y vilipendiada, se desmaya y entre tantos gritos histéricos menciona el nombre de la vidente que le había vaticinado el triste final de su matrimonio.
Lo que Azucena no pudo vaticinar fue el funesto desenlace de su próspero consultorio adivinatorio. El lugar de trabajo del esposo infiel es la oficina principal de una seccional de policía. Hoy en día Azucena sólo maneja las cartas de correo que reciben las compañeras de su nuevo domicilio: un calabozo de la seccional del barrio...


Purrín

Purrín tiene doce años. Su nombre de pila es Salvatore, pero todos – menos sus padres - lo llaman Purrín porque una verruguita sanguínea, de forma piramidal redondeada e invertida, cuelga del lóbulo de su oreja derecha cual una frutilla roja de suave piel.
Es travieso, muy travieso. Desobediente con su madre y obediente con su padre no “por razones de fuerza mayor” sino por “razones de fuerza del mayor”, quien revoleando su cinturón ante cada retobo del mocoso impone orden y consigue la obediencia del díscolo niño.

Filomena es la “vieja” del pibe. Es una mujer relativamente joven pero ya gastada por los avatares de la vida. Una vida que, desde que nació, no le ha sido fácil. Los sucesivos embarazos han engordado su cuerpo, encanecido sus cabellos y encallecido sus manos. Peppino, su marido, es un buen hombre. Muy trabajador, tozudo y severo. Apenas se casaron en su pueblo ambos decidieron partir desde su Génova natal para buscar una mejor vida en la Argentina. Recalaron en nuestra ciudad porque acá ya estaban muchos de sus paisanos trabajando en el puerto y Peppino sería uno más entre ellos. Es que la existencia de Peppino, como la de muchos genoveses, comenzó al lado del mar y estuvo desde siempre unida al puerto y a las actividades marineras.

Purrín es el cuarto de los seis ciudadanos argentinos que la prolífica pareja dio a luz en casi dieciocho años de feliz matrimonio. Si bien la felicidad habita en las dos piezas, que Peppino tuvo que alquilar en el conventillo para albergar a su mixta prole, la holganza económica brilla por su ausencia.

Mauricio y Albertino, sus dos hermanos mayores ya trabajan en el puerto. Pina, la que les sigue es aprendiza en el taller de costura de Doña Maruca. Salvatore (Purrín) todavía va al colegio. Recién está en cuarto grado y no hay ninguna seguridad de que no lo repita otra vez. Por último, María y Ginetta son las pequeñas que, por ahora, van a la escuela y que, seguramente, llegarán a sexto grado antes que Purrín.

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Un día en la vida de Purrín es igual a todos los días de su vida. Su único placer es jugar al fútbol.

-“Salvatore, vení qui che dovete andare a scuola”
-“Non codere mamma, ¿non vedi che sto giocando a calcio?”

-“Salvatore, figlio da puta, lascia la palla e andare a scuola. Sarai un asino. Basta saper calciare come un mulo. Farabutto.”
-“Va fangulo vecchia. Vai alla cuccina e non cazzo”
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Las faltas al colegio son tantas que Filomena no las puede ocultar a su marido. Peppino, bastante enojado, sentado sobre un banco que está en un rincón del enorme patio del conventillo lo llama al malmandado y lo increpa

-“Lo ho mangiato, si, ¡e’te garantisco que no lo poeto digierire! ¡Mascalzone! La povera mamma non puó esere ma la sunsa. ¿Perque tu non vai a scuola?”

El niño le contesta que no tiene tiempo para ir al colegio porque acaba de formar un equipo de fútbol con un grupo de amigos. El es el capitán y tiene que manejar a los jugadores.

-“Porca Miseria, tua madre ha ragione, sei uno sciocco. Lei mi dice e io devo sfidare te”.

Purrín trata de contemporizar con su progenitor. Le explica que su presencia en el equipo es re-contra-importante. Si ya sabe leer y escribir no sabe por que tenga que ir al colegio.

Peppino aconseja al hijo:

… - “Non parlare piú perché tu va mangiare una racioncita di gnocchi ma’ senza salsa…”

…-“Domani sarai un pazzo se non andare a scuola… pigro, inutile…”

Pero la reconvención del padre cae en saco roto porque su hijo concibe el tiempo solamente relacionado al presente. Purrín no es capaz de contemplar mentalmente el pasado ni el futuro. Tiene una dimensión única del tiempo: el hoy. Por eso trata de convencer a su más cercano pariente masculino en línea recta ascendente diciéndole que él no es ningún vago ni un inútil porque él juega al fútbol.
Purrín le puede probar a su viejo que puede jugar, que va a golear y gracias a él el equipo será campeón.

- “Lei ha rubato metà della sua povera mamma. ¿Per che cosa? Per fare un pallone da calcio”.

-“Y si... le metí papel y trapos, la até muy bien y así jugamos con los muchachos en la calle”. El Beto, el hijo del carbonero, tiene una pelota de verdad. Solo la trae los domingos cuando él juega”.

-“Perché il Beto non è un barbone inutile pigro come te”.” Gli studi per tutta la settimana e giocare Domenica”

-“Por una vez véame uste´patear, viejo, Ya va a ver como soy el mejor, como voy a golear y va a sentir como la hinchada no va a parar de cantar el nombre de su hijo”

El buen tano mira al díscolo descendiente. Su mirada es dura y su voz es más ronca que de costumbre.

-“Lasciare la palla, prendi i libri che non mordono. Ma se non si vuole studiare, mascalzone, andare al porto a lavorare con i suoi fratelli”

Purrín no advierte que la reunión entre padre e hijo ha alcanzado su clímax. Entusiasmado por el espejismo de su futuro de crack futbolístico en los potreros marplatenses, insiste en tratar de convencer a su padre, sin advertir que éste está en plena operación de desprender el cinturón que le sujeta el pantalón a su cintura. Por eso, mientras el de la oreja afrutillada sigue con sus argumentos persuasivos el veterano genovés va liberando su cinto de las presillas que lo mantienen en su lugar.

-“ Sabe viejo… cuando me pasan la pelota yo tiró una pared a mi compañero y cuando éste me la devuelve sigo corriendo, gambeteo a uno, a otro, a otro y al final me pongo loco, hago el gol, todos gritan mi nombre y la hinchada hace una avalancha….”

Peppino, que de fútbol sólo sabe que la pelota es redonda, se transforma como por arte de magia de padre en referí. No trabaja ni con la tarjeta amarilla ni con la roja. Peppino es un referí que impone orden con la lonja de cuero. Este partido se está jugando en una cancha de piso embaldosado. No hay no zonas de arcos ni áreas demarcadas. Pero no importa. El jugador estrella está arrinconado en una de las esquinas del corner. El árbitro, cinturón en mano, está aplicando cabalmente el reglamento de acuerdo al criterio que le confiere su autoridad paterna.
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A partir de mañana Filomena no saldrá más a la puerta del conventillo, en chancletas y vestida de entrecasa. Ya no se oirán más sus llamadas cotidianas
-“Salvatore, vení qui che dovete andare a scuola”

-“Salvatore, figlio da puta, lascia la palla e andare a scuola. Sarai un asino. Basta saper calciare come un mulo. Farabutto.”

Es que Purrín irá al colegio sin necesidad de ser convocado. El fútbol perdió un crack. La escuela recuperó un alumno – no muy brillante pero alumno al final. Y el padre sabe que dejará al país que lo cobijó un ciudadano que será en el futuro un hombre de trabajo y de bien, que es lo único que importa en la vida.

No tendrá nada que ver que este ciudadano haya nacido, crecido y comenzado su vida útil en un conventillo marplatense. Cuando dentro de este crisol de razas se coloca buena materia prima y se la sabe trabajar con honestidad y buenos consejos siempre se obtienen resultados positivos.

Purrín no sabía en ese entonces que gracias a los ‘rebencazos’ de ese buen tano y las reprimendas de doña Filomena llegaría a ser el próspero industrial del presente.








Tulo Tulaso

Su prontuario era frondoso. Tulo era quinielero de oficio (el boliche del griego Constante era su oficina de trabajo) y ladrón en sus ratos libres, que eran muchos cuando no estaba demorado por la policía. Se vanagloriaba de haber dejado impresa su firma – Tulo Tulaso - en las paredes de las celdas de todas las comisarías de la ciudad de Mar del Plata en las cuales había estado alojado temporalmente.
Sus “non santas” actividades delictivas, que practicaba habitualmente con relevante capacidad y aplicación, habían comenzado en forma efectiva apenas cumplido su servicio militar. Morocho, alto, bien entrazado, era un buen amigo de sus amigos, cuidaba que a los pibes del barrio no les sucediese nada malo y era el mejor hijo que cualquier madre hubiese podido tener. Adoraba a su ‘vieja’. No le hacía faltar nada y justificaba su billetera, casi siempre abultada, diciéndole a su mamá que había sido probado como arquero para un club de fútbol marplatense y obtenido el puesto. Que fue probado, era verdad. Que lo habían seleccionado para jugar en el arco, también era cierto pero… nunca le dijo que no había sido convocado por su afición a la bebida, cosa que la mamá ignoraba y él no tenía el menor deseo de confesárselo.

Un día apareció en el conventillo un joven matrimonio oriundo de la provincia de Santiago del Estero. El marido, Carlos, era carpintero y la esposa, María, maestra primaria. Ella era muy culta y él muy trabajador. Fueron muy felices. Lamentablemente Carlos falleció muy joven y María no pudo superar su pérdida.
Perdió su puesto y su vida se arruinó. No conseguía trabajo. Al no poder pagar el alquiler de la pieza tuvo que dejar el conventillo y empezó a vagar por las calles como un linyera.
Cuando estaba sobria se acercaban los chicos y la escuchaban hablar sobre las materias que había enseñado en su ejercicio de la docencia.
Ella sabía mucho pero cuando bebía se ponía violenta y su lenguaje se tornaba soez. Juntando las monedas que conseguía pidiendo por las calles pagaba su comida diaria en el almacén del griego Constante. En esa mezcla de almacen, despacho de bebidas y comedero siempre tenía asilo.

En ese comedero fue donde Tulo y María se hicieron amigos. Un mediodía de invierno, de mucho frío y lluvia torrencial, Tulo entró al boliche. No había mesa libre. Se acercó a ella y le preguntó “¿Hola, puedo sentarme acá?”
María asintió con un leve movimiento de cabeza y él, mientras acomodaba la silla al lado de la mujer, se presentó lacónicamente “Yo soy el Tulo, ¿te acordás de mi?”
Comieron en silencio y cada uno continuó con lo suyo. Se inició entre ellos una amistad que duró bastante tiempo. El seguía con su oficio y ella con su vida de siempre.

Cuando Tulo se enteró que María dormía donde la sorprendía la noche, en un zaguán, en la sala de espera de la estación de trenes, a veces en el vestíbulo de un hotelucho de cuarta, le ofreció ir a vivir a la casa de su madre, a la que le había comprado la vivienda con el fruto de su “trabajo”. Ella no aceptó. Le contestó que no; no quería molestar a la señora en su intimidad por el momento, quizá con el tiempo podía ser.

En una noche de tormenta, apenas cubierta con una manta raída Maria dormía una borrachera pesada y no sintió que el agua la estaba empapando desde los pies a la cabeza. La neumonía no tardó en llegar a ser pulmonía y nadie, menos ella, se preocupó en llevarla al hospital. La muerte no se hizo esperar. El último lugar de descanso de la pobre mujer fue una fosa común en el cementerio marplatense.

Cuando esto pasó, el Tulo estaba preso. Ya en libertad, e ignorante de esta situación, fue a buscar a María con la idea de convencerla para ir a vivir con su madre. Constante le contó sobre el triste fin de María. Tulo terminó su copita de grappa y salió del boliche.

No lo volvieron a ver más.









La Chola


En el conventillo nadie pudo entender como la Chola y el Negro se casaron con libreta y todo.
La Chola siempre decía que todos los solteros de la ciudad eran poco para ella. Por eso fue extraño que de repente se contentara con uno solo. Además el Negro no era un mozo de gallarda presencia. Su aversión al trabajo era similar a su rechazo hacia cualquier mujer cuando relacionarse con ésta significase un trabajo físico más allá de su voluntad. Y la voluntad del Negro hacia el trabajo era tan nula que era capaz hasta de no tomar mate por no encender el calentador Primus.

La cosa es que con el casamiento de La Chola, el Negro ingresó al conventillo. Como la pieza de adelante ya estaba colmada por el padre, la madre, varios hijos – la Chola entre éstos – y un tío abuelo, el Negro no tuvo más remedio que alquilar el espacio entre tabiques que estaba al lado del baño, para instalar su nido de amor. Contra todo pronóstico había pasado más de un año después del casamiento y todo parecía estar bien entre ellos. En verano la vida diurna de la pareja transcurría en el patio común del conventillo. En invierno y en los días lluviosos las actividades del matrimonio se trasladaban a un rincón de la cocina. Es que su pieza, a más de ser tan pequeña y oscura, estaba sin orden y sin limpieza. La Chola usaba todo su tiempo en tratar de generar un ingreso económico para su hogar. Por supuesto, de la pareja la que trabajaba era la Chola. Lavaba y planchaba ropa para afuera. Hacía los mandados – cuando tenía plata para hacerlos, y cocinaba. Tomaba el mate que, entre fregada de ropa y planchada de sábanas, le cebaba el Negro. Cebar mate era el trabajo más pesado que hacía el marido.

Un domingo a la mañana después de tomar mate y comer alguna galleta de campo del día anterior, La Chola salió para el chalet de una de las familias adineradas de la ciudad. Llevaba consigo un atado de ropa lavada y planchada. A mitad de subir la loma de la avenida Colón se encontró con Agustín, un antiguo pretendiente suyo. Agustín la vio y sintió otra vez ese deseo de estar con ella, como antes de que el Negro se cruzara en su camino. Pensó que la Chola estaba más linda que nunca; tenía como un aspecto redondo, satisfecho, de mujer completa. Empezó el requiebro y creció su deseo de tener otra vez relaciones amorosas con ella. Que le dijo, que le prometió, como la convenció… nunca se supo.

El Negro vio que pasaba la hora del almuerzo y la Chola aún no había regresado. Llegó la tarde, luego la noche y sin noticias de ella. El churrasco quedó sobre la parrilla al lado del calentador, el que sólo funcionó para calentar varias pavas con agua para otras tantas cebaduras. Cebaduras que llenaron de agua la panza del Negro. A la semana de esperar, cuando ya no tenía ni “yerba de ayer secándose al sol”, el Negro salió a buscar alguna changa. A nadie pareció importarle la ausencia de la Chola. Sus familiares políticos y los demás co-habitantes del conventillo decían que era cantado que a la larga ella lo iba a dejar “por marmota y por sebón”. Cuando tenía unos pesos en su bolsillo el Negro tomaba menos mate y más caña. Se había hecho habitué al boliche que en la pieza de la esquina, esa que era más grande porque daba por dos calles y tenía dos ventanas muy grandes, había armado el griego Constante. Cuando sólo tenía pelusa en el forro del mismo bolsillo, el Negro volvía al mate. Solía tomar entre cinco y seis litros de mate amargo por día.

Después de ocho meses de esperar en vano, si alguien la preguntaba por la Chola decía que la mujer era un bicho raro y que ella no se había ido por culpa de él. Había poco trabajo en la ciudad. Al conventillo no llegaban directamente las noticias del debacle financiero y económico que el mundo estaba afrontando en ese maldito año 29, pero la crisis se sentía en esa cartujilla citadina. El Negro debía como 6 meses de alquiler. Si bien él no era el único moroso, su pieza estaba más sucia y hedionda que de costumbre. Por eso, ante la protesta de las mujeres en especial, el encargado del conventillo le llamó varias veces la atención. La disyuntiva fue terminante: O le pagaba el alquiler y acomodaba y limpiaba sus cosas o lo echaba a la calle. Resignado a vivir sin mujer y a su aire, el Negro pensó seriamente en irse, no sólo porque no podía pagar el alquiler sino porque no estaba dispuesto a trabajar poniendo en orden el basurero que era su pieza.

El Negro está dándole bomba al Primus para otra cebadura cuando siente a sus espaldas una voz de mujer que lo saluda con un “Buenas tardes”. Él le contesta “Buenas tardes” sin dar vuelta la cabeza, porque estaba muy ocupado poniendo yerba dentro del mate. La Chola se acerca a la mesa donde el hombre está en plena operación matera, él la mira, le pasa el mate para que ella, como siempre lo había hecho, voltee la calabaza para quitarle polvillo a la yerba antes de introducirle la bombilla de lata, que ya está negra de tanto trasvasar la verde bebedera. La Chola le entrega el mate armado, el Negro lo llena de agua calentita y se lo da diciéndole “Metéle” mientras la mira fijo a los ojos. Y así empieza una ronda de cebadas hasta que comienza a oscurecer. El Negro apaga el calentador, deja la pava, el mate y la bombilla sobre la mesa y le pregunta, medio en invitación, medio en orden que si se acuestan. Ella le devuelve la mirada y acepta. No hay una pregunta, no hay un reproche, no hay una queja. Hay un reencuentro de amor en una pieza hedionda, casi un basural, entre una mujer y un hombre que seguirán viviendo como siempre.







Don Carmelo


Don Carmelo iba siempre vestido de traje oscuro de tres piezas, a saber pantalón, saco y chaleco. Siempre llevaba una corbata negra que adornaba su camisa - más gris que blanca por los constantes lavados- y resaltaba lo mal planchado del cuello de ésta. Cubría su cabeza un sombrero, negro también, que hacía marco a su rubicunda cara de próspero propietario de varios inmuebles de la ciudad de Mar del Plata. Se decía que el conventillo, epicentro de nuestras historias, era también de su propiedad. Como nunca nadie trató al dueño del lugar, ya que los alquileres eran abonados al encargado del mismo, ninguna vez se pudo dar por cierta esa habladuría. También se decía que el italiano era prestamista pero se decía, no más. Lo que si era cierto era la asidua presencia de don Carmelo en el bar de Constante. Todas las tardes, a eso de las cinco, se lo veía sentado solemnemente a la mesa con tres o cuatro parroquianos, un “farol” de vino tinto y algún que otro aperitivo.

Su presencia era imponente. Cuando se sentaba, su amplio abdomen le impedía acercarse mucho a la mesa. Don Carmelo apoyaba su espalda sobre el respaldo de la silla y descansaba sus pulgares colgándolos de las sisas de su chaleco mientras tecleaba los demás dedos de sus ambas manos sobre su pecho, que parecía nacer desde su papada bajando en declive, cual ladera de colina, hacia su panza para desaparecer de la vista de los contertulios bajo la tapa de la mesa donde descansaban vasos de grueso vidrio, farolitos de vino o botellas de Cinzano y Fernet, siempre acompañadas por platitos con maní, quesitos, algunas aceitunas y un sifón de soda marca ‘La Perla’, siempre presente en la mayoría de los boliches marplatenses.

Esta posición de príncipe mahometano era la favorita de don Carmelo. Quizá porque de esa manera descansaba el peso de su obeso cuerpo o tal vez porque así lucía su tesoro más preciado. Éste era una gruesa cadena de oro de la cual pendía un hermoso reloj, también de oro, que se lo había dado la “mama” cuando dejó el “paese” para hacer “l’América” antes de la “güera” del 14. Ambos extremos de la cadena de oro estaban enganchados en sendos bolsillitos de su chaleco, uno a la izquierda y otro a la derecha, los dos equidistantes de la abotonadura de la prenda que cubría su camisa bajo el saco de su traje.

Esta tarde la Banda Municipal, ubicada frente a la catedral, tocará varías piezas clásicas, aparte del Himno Nacional y La Marcha de San Lorenzo, como parte de los festejos del 25 de mayo. Una de las piezas a interpretarse será “La Marcha Triunfal” de la ópera AIDA, de Giuseppe Verdi. La sangre tira, eso es una verdad incontrastable Nada podrá interponerse entre el deseo de don Carmelo de deleitarse en vivo con tan angelada música. No hay ni rutinas, ni argumentos, ni razones sólidas para que él no vaya a presenciar la ceremonia. Lo acompañan dos o tres amigos de la Unione e Benevolenza, porque comentarles a los habitúes al bar de Constante sobre ópera, Verdi, o Puccini, es tiempo perdido. De ese boliche, siempre sale música de fuelles ó guitarras. Parafraseando al gran Carlitos,… ¡“má que ópera ni ópera”!

Pero no nos vayamos del tema. Don Carmelo está en primera fila con sus paisanos Giacomo, Enzo y Vittorio. Los cuatro hombres escuchan embelesados la inmortal melodía. A don Carmelo se le llenan los ojos de lágrimas mientras se desgranan los compases que el sigue “a boca chiusa”. Sigue la ceremonia de pie, sus pulgares descansan en las sisas de su chaleco, su reloj y la cadena que lo sostienen brillan como el sol de la bandera argentina. En la exaltación extrema de su afecto y pasión por la música de su tierra, don Carmelo ahora cierra sus ojos mientras musita como elevando una oración al cielo: “¡Qué belezza!... ¡Qué belezza!...”
Se apaga la música, cesan los aplausos, los músicos guardan sus instrumentos y don Carmelo no vuelve al bar de Constante… se dirige raudamente a la seccional Primera vociferando más como un duro ‘bersaglieri’ que como un afinado ‘tenore’

“¡Ladri! ¡Mascalzone! ¡Filio da puta!”.

Es que de ahora en más, si don Carmelo quiere saber la hora, va a tener que preguntarle a alguno de sus amigos, ya sean de la Unione e Benevolenza o del bar de Constante.






Don Iñaki

Era un vasco setentón, difícil de tratar. Tuvo un solo amigo don Eladio, su vecino de pieza en el conventillo donde ambos habían vivido desde su juventud. Cuando su amigo falleció inesperadamente debido a un infarto masivo que se lo llevó de un momento a otro, don Iñaki se sintió desolado.

Se decía en los corrillos conventilleros que el vascuence era miembro de una muy adinerada familia de gran predicamento en la provincia de Guipúzcoa, más precisamente San Sebastián. Siempre había vivido sólo y nunca no se dio con nadie de la casona, excepto con don Eladio. Se dice con mucha razón, pues siempre los hechos han demostrado la certeza de este dicho, que los opuestos se atraen. Y la amistad entre estos dos hombres era una prueba tangible de esa sentencia.

Don Eladio era abierto, franco, comunicativo, divertido, y amante de los placeres de la buena vida. Don Iñaki era misógino total. Don Eladio adoraba a las mujeres. Don Iñaki sentía aversión por las mismas. No era que el vasco tuviera inclinaciones homosexuales. Para nada. Esa ojeriza hacia el sexo “débil” era sólo un síntoma de desprecio hacia toda la humanidad en general. En realidad don Iñaki era un misántropo y como tal su filosofía de vida se caracterizaba por un rechazo o repugnancia hacia la especie humana. No hacia personas concretas sino a peculiaridades compartidas por toda la humanidad.

El vasco casi nunca iba al boliche de Constante. Las contadas ocasiones en que entraba al bodegón de la esquina eran para comprar yerba o azúcar, cuando se quedaba sin esos materiales, para sus mates domingueros. Él se abastecía en un almacén llamada ‘La Estrella Española’, que estaba a pocas cuadras del conventillo. Se comentaba que nunca escatimaba gastos en lo que se refería a las compras de sus alimentos. Buen vino, buenos fiambres, mejores quesos. Esos dispendios originaron la opinión entre sus vecinos que don Iñaki tenía mucho dinero guardado y que, como era un tanto tacaño, nunca iba a tener problemas financieros.

Sea como sea, don Iñaki tenía sentimientos, no hacia sus congéneres sino hacia unos seres pequeños, movedizos y canoros: los canarios. El trino de los canarios era su música preferida. Quizá su imposibilidad de relacionarse con las personas, no sólo se debía a su filosofía de vida sino a negarse a abandonar el uso de la lengua de sus mayores. Salvo pocas y necesarias palabras en español, usaba la lengua ‘euskera’. Para colmo era difícil poder entender su parloteo ya que apenas movía sus labios cada vez que emitía un vocablo y, para empeorar el diálogo, nunca hacía contacto visual con su interlocutor. Es que siempre la negra boina vascuence le caía sobre sus achinados ojos.


Así transcurrieron muchos años de su vida, criando y cuidando a sus adorados canarios, de los que llegó a tener ocho. A partir del momento en que don Iñaki trajo el primer canario al conventillo, a quien bautizó Adamé, su vida pareció tener sentido. Compró un jaulón grande, que tuvo el cuidado de colocar entre la puerta de su pieza y la de su amigo don Eladio. Consideró que ese era el mejor lugar porque en ese sector no había mucho ruido, ni movimiento, ni corrientes de aire y estaba alejado de la cocina de la casa. Esto último era muy importante para el flamante canaricultor, porque pensaba que los vapores de las comidas afectarían la salud de su canario.

La limpieza del jaulón era toda una ceremonia. Todos los días limpiaba el fondo, llenaba los comederos y bebederos. Vigilaba que la comida no se contamine, se descomponga o se ensucie. Y ni que hablar del cuidado de la dieta del pajarito. Nunca faltaba el alpiste, el mijo, la hoja de lechuga fresca y crocante, un pedacito de manzana. También orientó el enrejado armazón, vivienda del pajarito, para que recibiera los rayos de sol cuando el pajarito decidiese tomar sus abluciones diarias.

Poco a poco llegaron más compañeros para Adamé. Ocho en total: Adamé, Agosti, Aitor, Andoni, Beñat Bertol, Bittor, Bixintxo. Obviamente, todos machitos.

Los canarios y su dueño eran felices. Diariamente los ocho cantores llenaban de gorjeos el patio del conventillo. Grandes y chicos disfrutaban esos conciertos.
A veces don Iñaki deseaba convertirse en pájaro. Quería compartir la vivienda con ellos. Los canarios estaban protegidos en su jaula de gran parte de las agresiones del medio ambiente que amenazan al ser humano. Pensaba que la felicidad total era el confinamiento en un fragmento del espacio. Que seguridad era vivir en una casa de alambre, sin muros, desde donde se puede ver y ser visto, oír y ser oído.

Los pajaritos trajeron con ellos el sosiego y la buena correspondencia de unos con otros en el conventillo en contraposición a las disensiones, riñas y pleitos que se producían antes de su llegada.
Pero el pobre don Iñaki parecía estar destinado a quedarse a media miel. Su talón de Aquiles eran unos mocosos que a veces jugaban a la pelota en el patio del conventillo. El miedo del anciano era que un pelotazo golpeara al jaulón y dañara a los pajaritos. Para prevenir ese posible accidente, los pícaros eran echados de mala manera del patio, previo corte de la pelota con la que jugaban, cuando don Iñaki podía confiscarla. Después de algunas reprimendas y dos pelotas tajeadas, los tunantes decidieron tomar venganza. Una madrugada una sombra cruzó sigilosamente el patio, llegó hasta donde dormían los canarios y levantó con mucho cuidado, para no despertarlos, un extremo del manto que cubría la jaula. Abrió una de las dos puertitas e introdujo, con mucho más cuidado, algo dentro del interior de la afiligranada casa de los pajaritos.

A la mañana siguiente don Iñaki contó nueve canarios revoloteando enloquecidamente dentro de su jaulón. Dieciocho alitas aleteaban en un loco frenesí. Volaban y saltaban a tontas y locas. Parecían acróbatas saltando de palito en palito, de arriba a abajo, de través, de costado. Era un desquiciado incesante alado ballet dentro del jaulón.

Ya nada fue lo mismo dentro del perímetro enrejado. Es que el canario recién llegado era una dama canario. Su llegada fue un desastre, por la súbita competencia de cortesías entre los canarios varones y el repentino silencio de los cantores.

¡Dios bendiga al pobre don Iñaki! Lo que no nunca pudo una mujer de carne y hueso lo pudo una graciosa hembrita emplumada, con su piquito albo, sus alitas de serafina, sus ojitos de muñeca, su trino de cantante de ópera y sus gráciles movimientos de ballerina.












Américo


Américo, para sus dieciséis años, era bajo, gordito, de cara redonda, nariz pequeña y celestes ojos inexpresivos. Sus mofletes de buen color denotaban su excelente salud. Tartamudeaba al hablar. Era lento para responder y más lento aún para hilvanar una idea y expresarla en palabras. Su mentalidad correspondía a la de un niño de no más de seis años. Dicen que cuando chico se le había derramado una pava llena de agua hirviendo sobre la cabeza y ese eventual suceso alteró el orden regular en el desarrollo mental del niño. Vaya a saberse si eso era cierto. No tenía ninguna marca de esa quemadura que, de ser cierta, debió haber sido terrible. Quizá por vergüenza la familia inventó el accidente para justificar su retraso intelectual.

Américo observaba la realidad que lo rodeaba con sencillez y sin maldad. No le preocupaba que hacer con su vida porque no sabía que es lo que quería hacer con ella. No sabía lo que era ansiar o desear vehemente de algo. Américo simplemente vivía. Era incapaz de tomar decisiones propias pero, aunque obviamente no era muy inteligente, después de explicarle las cosas dos o tres veces, comprendía lo elemental que se le enseñaba o explicaba. Fuerte físicamente, débil mentalmente, caía inocentemente en todas las bromas que el piberío del barrio le hacía. Los pibes no eran malos; eran inquietos y revoltosos. Sus travesuras eran de poca importancia aunque a veces el ingenio los llevaba - con esa incomprensión e insensibilidad de los humanos supuestamente “normales” hacia aquéllos que se infiere lo son menos - a realizar acciones siempre ingeniosas y a veces crueles.

Américo, como siempre, estaba sentado sobre el escalón del zaguán de la casa que estaba en la vereda de enfrente al conventillo en el que vivía él con su madre y sus dos hermanos mayores. Como siempre miraba a los chicos jugando a la pelota. Américo nunca supo manejar hábilmente la pelota de fútbol para ser aceptado como integrante de los grupos que a través de varios años se iban formando y desmembrando, a medida que los pibes crecían y tenían otros intereses.

Américo, a pesar de ser falto o escaso de entendimiento o razón, a veces se enojaba por las pesadas bromas de los imberbes. Sus enojos no pasaban de amenazas expresadas a grandes voces acompañadas por gestos ampulosos. Sólo uno de los chicos, Josecito, tenía miedo a esas amenazas porque, como era el que más había molestado al pobre Américo con pesadas y molestas burlas, era el único que había recibido alguna que otra vez una golpiza del tonto.

Américo tenía un solo vicio. El cigarrillo. Fumar le hacía bien porque el cigarrillo era el único amigo que tenía. Siempre lo acompañaba. Nunca lo zahería. Estaba a su lado cuando Américo quería que estuviese y se iba cuando Américo sentía que no lo precisaba. El taimado Josecito, en defensa de su integridad física, quería hacer las paces con el poco advertido Américo. ¿Cómo conseguir la benevolencia o el afecto de quien ya le había propinado alguna que otra paliza? El astuto pronto encontró respuesta a su pregunta. Como sabía que Américo era fácil de engañar, le propuso un trueque: le iba a regalar una boquilla para fumar sus cigarrillos si él grandullón no lo amenazaba más. Américo aceptó. Se cerró el trato.


Américo está fumando su cigarrillo elegantemente insertado en una boquilla de color negro que es como un tubo de bakelita que termina con una punta redonda con 5 agujeros que le permiten saborear el aroma del cigarrillo. Su expresión es placentera. Américo está como en éxtasis.
Pedro, el hermano mayor de Américo, vuelve de su trabajo en el puerto cuando ve a su hermano, sentado como siempre, sobre el escalón del zaguán de la casa de enfrente y, como siempre, mirando a los chicos jugar a la pelota.

Américo siente la cachetada, casi una trompada, sobre su cara. La fuerza del impacto le arranca de la boca la boquilla con el cigarrillo que cae a algunos metros de él. La ronca voz del hermano se siente atronadora, en un grito de dolor de hermano mayor que sufre por el atraso de su hermano menor:

“¡Boludo, eso no es para fumar, cuesto e para’l culo!”…

Américo no sabía que la boquilla no era tal. Josecito le había obsequiado la cánula que había quitado del irrigador para enemas que guardaba su mamá sobre uno de los estantes del ropero de la familia. Por casi dos semanas el mal intencionado pibe no se atreverá salir de la pieza del piso de arriba del conventillo en donde vive. Sabe que Américo estará parado al lado del portón de salida del caserón, albergue de todas estas historias. Es que el pícaro barrunta la paliza que se le vendrá.


Américo no conoce de sumas ni restas. Menos mal que no sabe sacar cuentas de las veces que doña Adela, la dueña del irrigador, con cinco hijos y varios sobrinos, debió haber usado esa cánula.














El boxeador electricista

En el mes de agosto del año 1925, después de surcar el alto mar, el mar profundo, el mar revuelto, el mar proceloso, llega al mar de Mar del Plata el acorazado inglés Repulse. Su misión era traer a nuestro país a Eduardo Windsor, a la sazón Principie de Gales.
Este bajel británico tuvo un comportamiento heroico por sus incursiones bélicas durante la Primer Guerra Mundial. Pero su épica actuación no terminó con el tratado de Versalles. Aún le esperaba ciertas valerosas acciones deportivas en la ciudad de Mar del Plata. Por iniciativa de los autoridades de la Asociación Marplatense de Fútbol, no más amarrar el “Repulse” con sus 1500 tripulantes en nuestro puerto las autoridades de la Liga decidieron organizar partidos de balompié entre los aficionados locales con los marineros británicos, con la idea de conseguir importantes recaudaciones para poder con ese dinero terminar la Casa del Deporte de la Ciudad.

En su tripulación, estaban los hombres que habían conformado el equipo que llegó a ser campeón de fútbol de la armada inglesa. Además como algunos marineros practicaban boxeo no faltó alguien que tuviese la idea de armar un festival boxístico entre púgiles locales y algunos boxeadores ingleses. Entre éstos, había un muchacho de no más de 25 años, de recia y bien plantada figura, rostro cuadrado, espesas cejas y nariz achatada. Medía casi 1.90 metros y pesaba algo más de 90 kilos. Esta característica morfológica hizo pensar a los organizadores en una noche de puños en la que el inglés, en teoría, sería un soberano peso pesado a reinar, en su futura vida civil, en la máxima categoría. Este rubio hijo de la “pérfida Albión” parecía ser el justo representante del noble arte del pugilato llegado para dar brillo a una velada boxística que ayudaría también a recaudar algún dinerillo extra para aumentar la hucha de los capitostes de la Asociación Marplatense de Fútbol Marplatense. En verdad poco importó preguntarle al grandullón si quería tomar parte en un encuentro boxístico. ¿Por qué ese desinterés por la voluntad del deportista? Porque de todas las contiendas programadas a realizarse durante la estadía del Repulse: un partido de hockey (disputado en la Plaza España), varias competiciones de atletismo, rugby, golf, tiro al blanco y polo, lo único redituable sería el fútbol y el boxeo. Fueron siete los partidos de fútbol que los marineros ingleses disputaron contra los equipos locales y una noche de boxeo los únicos acontecimientos deportivos que dejaron buena recaudación. Y eso lo sabían muy bien quienes organizaron los fraternales encuentros pensando en la cita de Juvenal: “Mens Sana in Corpore Sano”, aunque con una licencia al sentido original de la idea: la necesidad de un bolsillo lleno en un proyecto descabellado.

La impresionante estampa de César Willard, nombre y apellido del héroe británico, lo situaba en una definida categoría de peso pesado. Pero en César la realidad demostró que la calidad del boxeador no viene en proporción a la masa humana. Willard era un bonachón sin nervio ni dimensión de luchador. El Estadio, escenario del tan esperado encuentro entre el ‘gringo rubio’ y un rudo representante de la ‘pampa argentina’, reclutado en una almacén de ramos generales vecina a la localidad de Mechongué, estaba colmado de cabo a rabo. El combate comenzó con un ataque furioso del gigante pampeano que Willard superó sacando su jab. De repente el inglés sufrió de una mano dura que lo hace doblar. Sin recobrarse del todo recibe un ataque furioso que lo desarbola y lo manda a dormir por el doble de toda la cuenta. Cuando reacciona cae en una apatía crónica de la que siempre fue víctima pero de la que nadie, excepto él, tenía noticia. De lo que tampoco nadie tuvo noticia fue que César nunca había sentido inclinación por el boxeo.

Hijo de un pastor protestante, éste trasladó a toda su familia, desde su Inglaterra natal a Sudáfrica cuando César era un niño. Su infancia de hijo de clérigo fue una niñez simplista con íntegra dedicación al estudio y a un deporte llamado ‘croquet’, que no se caracterizaba por su violencia. En honor a la verdad este juego, cuyo objetivo era pasar, mediante el uso de un bastón o mazo, una bola de madera a través de pequeños arcos distribuidos en el área de juego, era ideal para su pacífico temperamento. A los doce años ya había pegado el estirón de niño a adolescente y no faltó quien le dijera “Si yo tuviera tu tamaño y tu fuerza no tardaría ni un instante en preparar mi valija y salir en busca de quien me enseñara a pelear”.Ese fue el primer acercamiento al noble arte del pugilato de un joven que nunca quiso usar sus puños para imponer su razón.

Cuando el Repulse levó anclas abandonando la muy “galana costa” de Mar del Plata, dejó tres cosas importantes en nuestra ciudad: la primera fue un grato recuerdo entre los marplatenses; la segunda fue una buena recaudación en dinero ‘contante y sonante’ para la concreción de la obra pensada por los de la Asociación y la tercera fue un nuevo habitante en el Conventillo de nuestro relato.

Nunca se supo porque César decidió desertar de la tripulación. Quizá alguna mujer, quizá cansado de la dura vida a bordo o quizá porque la trompada que le propinó el gaucho mechonguense lo dejó sordo de un oído, el izquierdo para más datos. César había sido uno de los electricistas del Repulse, y cómo él decía, se sentía seguro de poder ganarse la vida con los cables, enchufes y fusibles porque lo único que podía ‘sentir’ sin problemas eran los golpes de corriente

César llegó al boliche de Constante, recomendado por algún parroquiano consultado por el dueño del establecimiento, ante un conato de cortocircuito que alarmó a los residentes del conventillo. Trabajó tan bien y tan prolijo que casi de inmediato empezó a ser llamado por los vecinos. Éstos le dejaban sus domicilios a Constante quien se los pasaba al sordo cada vez que éste visitaba el boliche, cosa que hacía diariamente, para tomar varias cervezas. De ahí a instalarse en el conventillo no fue difícil.

Han pasado quince años de la partida del Repulse. La cartera de clientes del electricista sordo es importante y variopinta. Sus vecinos del conventillo gozan de sus servicios sin cargo alguno en la parte monetaria aunque es bien gratificado con sabrosas porciones de comida que le envían cada vez que hace algún trabajo en las habitaciones y el lavado y planchado de sus ropas. Aunque éste último servicio es más por cariño de una de las damas del lugar a la que le arregla la plancha con sospechosa asiduidad. Fuera del conventillo tiene otra categoría de clientes: la clase obrera. Como por lo general esta gente aprovecha los fines de semana para levantar con sus propias manos sus casas, muy sencillas, sin salones ni comedores, sólo una cocina, un pequeño baño y uno o dos dormitorios el trabajo de César es simple y fácil de realizar. Los pocos artefactos domésticos que existen son un lujo exclusivo de las familias acomodadas.

Pero nuestro conventillo está emplazado en una zona céntrica. Hoy es un risco en medio de un archipiélago de residencias de clase media con algún que otro chalet de mucha más categoría. Acaban de llamar a César desde la imponente casa de dos plantas que está en la esquina que hace cruz con el chaflán que es la puerta de entrada al boliche Constante. Dicen que el verdadero dueño de esa casa vive en Francia, que la usa, en préstamo, un médico marplatense y su familia, muy amigos del francés y que dentro de ella el lujo y el buen gusto es asombroso. Nadie del conventillo ha entrado alguna vez a la lujosa residencia. Pero es creencia fundada que Francia ha sido el gran referente en lo arquitectónico que la clase adinerada tenía en mente cuando hacían edificar sus viviendas. Por eso en la imaginería popular la casa ‘d’enfrente’ era todo un misterio que ahora, por intermedio de César, el electricista sordo, será develado.

Han pasado casi un mes desde que César comenzó su trabajo. Nada fácil por cierto. Hay muchas mujeres en la casa y todas opinan. La dueña de casa, su hermana solterona, la abuela de las chicas y las tres chicas, cuyas edades van de los 13 a los 17 años. El padre no está casi nunca. Además el pobre hombre no tiene tiempo de tomar su turno en el ‘cloquear’ femenino cuando para pedir cosas (en este caso referentes a la instalación de cables, enchufes, etc., etc.) las féminas toman la delantera. El único que parece tener conciencia de que el electricista es sordo es el jefe del hogar, pero como no lo dejan meter baza… Y en el barullo la persona especializada en instalaciones eléctricas no entiende lo que quieren las mujeres. Así que decide hacer lo que le parece...

César está sentado en medio del patio del conventillo. Lo rodean las matronas, las jóvenes madres, las adolescentes y la Teresa que ahora no le está lavando ni planchando la ropa sino cebándole un mate, con hojitas de cedrón para ver si consigue calmarlo un poco. Lentamente el inglés se va apaciguando y da a conocer los hechos a pedido del inquisidor hembraje. Dice que en la casa hay dos grandes salones, un lugar especial para que los hombres se reúnan a tomar café y fumar, tres baños, dos completo y uno más pequeño, una terraza en planta baja que lleva a un jardín interior, un comedor muy amplio, varias habitaciones y una biblioteca con un piano.

El auditorio está estupefacto. Nadie dice una palabra. César puede por fin gozar de un silencio sin barullo como música de fondo. Por fin, la tranquilidad, que durante un mes no tuvo, comienza a invadir su espíritu. Hasta la ve linda a Teresa. ¿Será amor o una alucinación?
Repentinamente un nuevo barullo. Entran unos chicos gritando: ¡”vienen los bomberos… vienen los bomberos”! ¡Se quema la casa “d’enfrente”! ¡”Un cortocircuito”!

César sigue sentado en su silla en medio del patio del conventillo. Con el mate en la mano y la pava a su lado, está solo porque todo el mundo salió a ver como los bomberos tratan de salvar la residencia francesa. Su soliloquio parece tener sólo un oyente: él mismo. Así, mientras ceba un amargo se dice:

“El cable que puse aguanta cualquier cosa razonable. Cómo voy a saber si se les va a dar por enchufar una estufa, una plancha y el secador de pelo en una cajita sola y te vuelan todo.”
“Traté de no hacer empalmes en los cables pero la señora los quería escondidos en las cañerías. Yo le dije que los empalmes suele levantar algo de temperatura y podría desprenderse la cinta aisladora provocando un corto o una fuga de corriente. No me llevó el apunte”.

“La vieja loca quería que los cables los pasara justo debajo del empapelado de las paredes. Yo le dije que no… la vieja insistió. Le dije a la hija que iba a haber problemas a la hora de hacer alguna reparación, y la hija dijo que era mejor no hacer enojar a su madre”.

Le dije al pollerudo del marido que podía haber peligro por posibles incendios. El pavote me dijo que las mujeres siempre tienen la razón.”

“Las mocosas no querían que se pusiese una araña en el comedor. “Las chicas tienen razón”, me dijo la tía solterona, “por la noche la iluminación del salón debe ser suave e indirecta porque la luz tiene que provenir de varias lámparas de la mesa y de los apliques de la pared para que se iluminen los cuadros más importantes”.
“Es claro, lo que ésta solterona quería es que, como está entrada en años y arrugada como pasa, no se le vean las arrugas”
“De lástima, y como buen pelotudo que soy, hice lo que me pidieron”.

“La única indicación que dio del padre fue la más insensata de todas pero yo no se la discutí. Quería que todas las luces se activasen una tras otra cuando se encendían y que todas se pudiesen controlar en conjunto”.

Ahora el electricista sordo se sonríe, pone el mate y la pava sobre el asiento de la silla de la que acaba de levantarse y dice:

"I had the pleasure ... I put the fuse box for the crazy lighting they asked me in the basement, far from the dining room ..."
“Good task for the firemen!”


(“Me di el gusto… la caja de fusibles para la iluminación loca que me pidieron la puse en el sótano, a una gran distancia del comedor…” “¡Buena tarea para los bomberos!”)






Las Lavanderas

Vale la pena valorar la evolución del término estrategia en la mente de Eleuteria a lo largo de sus 50 años de vida. En un proceso evolutivo, la mujer acomodó mentalmente las reglas del lavado de ropa en una representación gráfica de las sucesivas operaciones del procedimiento manual del lavado de ropa para afuera. Ese era el trabajo que la mujer había hecho desde su adolescencia y con el cual hubo ayudado a su abuela a criar a sus dos hermanas (con ella eran tres la nietas), de las cuáles la pobre vieja tuvo que hacerse cargo cuando la mamá de las chicas las abandonó para seguir a un tipo bueno para nada, un petimetre porteño, que se cruzó impensadamente en su camino de madre soltera cuyo único capital eran unos ojos negros, una cintura de avispa y una facilidad para bailar el tango y entonarlo, si es que sus berridos se podían calificar de canto.

Eleuteria se había juntado con Manuel, un español que trabajaba en el bar de Constante. No obstante que el español, viudo desde muchos años, hubo aportado al matrimonio un hijo que les daba más disgustos que alegrías, existía armonía en esa familia, para nada acorde a los patrones de la normalidad.


Lavar la ropa a mano ha sido siempre una tarea dura. Es un trabajo muy agotador y se necesita una fortaleza física comparable a la de cualquier deportista de alto rendimiento. Afortunadamente Eleuteria había heredado la no belleza de su abuela y la fortaleza física de su abuelo, un vasco cabeza de hierro, duro y laburador, que por su terquedad y obstinación dejó este mundo muy joven. En cuanto la joven tomó conciencia del trabajo que le había deparado el destino, trabajo que por otra parte no le disgustaba en absoluto, comenzó a pensar la manera de derrotar a su enemiga: la ropa sucia, en el campo de batalla: los piletones del conventillo.
Se dio cuenta, porque fea era pero no tonta, que debía organizar su tarea para lograr un máximo de efectividad en el cumplimiento de su misión. Cinco días por semana se proveía de todos los elementos necesarios para llevar a cabo su faena: jabón, lejía, cubitos de azul Colman, la tabla de lavar, dos o tres baldes y un fuentón. Ubicaba todos sus pertrechos de tal manera que, sin ser experta en el arte de la munitoria, había fortificado su plaza de tal manera que ni Napoleón lo hubiera hecho mejor.
En una hoja de cuaderno había armado su organigrama de trabajo. La escritura de rasgos infantiles y las faltas de ortografía delataban su breve paso por la escuela; sin embargo, la organización de su trabajo era impecable.
De haber existido el gremio de las lavanderas, seguro que Eleuteria habría sido su Secretaria General. Tenía todo lo necesario para serlo: fuerza física, lenguaje soez y ganas de pelear por un…’quítame allá esas pajas…’.
El martes es el día del lavado de la ropa de la familia Pérez García. Eleuteria está en el proceso de la colada de la ropa más grande, mientras en uno de los baldes, lleno de agua, hay un cubito de azul Colman disolviéndose dentro de una bolsita de tela. Dentro de ese balde la lavandera pasará por unos minutos la ropa blanca más fina de su lavado. Una vez que sea escurrida la totalidad de la ropa lavada y enjuagada, el proyecto es subir la misma a la galería para colgarla en el tendedero que está frente a la puerta de la pieza de Eleuteria.

Pero este proyecto queda en agua de borrajas porque su plan estratégico consideraba acciones contra un solo enemigo: la ropa a lavar. El surgimiento en el campo de batalla de un nuevo enemigo (enemiga, en este caso) no ha sido previsto por nuestra heroína. La Anamaría, sinónimo de rivalidad, competencia y mala leche, viene al piletón contiguo al de Eleuteria a ensuciar el campo de batalla. Mejor dicho, a ensuciar el agua del lavado. Y ahí, sin más ni más, comienzan los gritos.

Eleuteria se pregunta en voz alta de donde sacó esa flaca esmirriada la ropa que está lavando porque está poniendo el agua negra justo ahora que ella está en la colada de la suya. La Anamaría, que es flaca y esmirriada pero dura como el acero, no se achica y le contesta que hable y que lo que tenga que decir lo haga cara a cara. Agrega que ella lava ahí lo que quiere y lo que se le da la gana. Y si pone el agua negra que la Eleuteria se aguante y que se vaya a lavar sus encajes a la pileta de los ricos. Eleuteria le recomienda que no se meta con sus clientes, ya que más quisiera tener ella gente que le diese trabajo y que pueda pagarle bien. Y agrega en voz más alta todavía, para que la puedan oír en todo el conventillo, que más vale que le pagara los cuatro meses de alquiler que le debe al dueño del lugar.

Anamaría, grita desaforadamente que no la reconoce como la tenedora de libros del dueño y que mejor que se calle, sino le va a tirar el banquito que está al lado suyo. Eleuteria contesta aullando que si no es por ella la limpieza nunca hubiera entrado a la pieza de esa flaca consumida. Parece que la extenuada se olvida que fue ella quien le ha costeado la compra de jabón y lavandina. Los gritos se hacen cada vez más estrepitosos, discordantes, destemplados.
Las voces se mezclan. Los sentimientos se manifiestan vehementemente. Una vocifera que se lave la boca antes de hablar de ella. La otra retruca que siempre va a decir lo que se le da la gana. La robusta rugiendo le dice a la tísica que tiene una cara que parece mismamente un acordeón con una lengua larga de envidia. La tuberculosa rugiendo le contesta que no es envidiosa ni borracha como Eleuteria y que no es la lengua sino las manos las que tiene largas y fuertes como para dibujarle una marca en ese cutis de cáscara de bellota.

Comienzan a volar las ropas que estaban en pleno proceso de lavado. Luego ambas mujeres comienzan concienzudamente a tirarse de las mechas a ver quien primero deja pelada a la otra mientras rugen insultos por ambas partes: ¡Pilla! ¡Sinvergüenza! ¡Holgazana! ¡Rufiana! ¡Cacatúa! ¡Prostituta!. Ahora sí intervienen las otras mujeres del conventillo, hasta entonces mudas espectadoras de esta batalla campal por una pileta y un pedazo de jabón. ¡Ay Madre de Dios! ¡Sujetémoslas! ¡Qué se matan!

La batalla termina sin vencedora ni vencida. Eleuteria está sentada sobre una silla de paja que sostiene como puede sus abundantes asentaderas. Anamaría está sentada, a varios metros de la otra, sobre un banquito de madera que es suficiente sostén para su magro físico. Ambas están desgreñadas y sus batones rotos y mojados. Sobre el piso embaldosado del patio están desparramadas ropas de cama, camisones, camisas, calzoncillos largos y culottes, delantales y blusas.

La paz ha vuelto al lugar. Después de todo, tanto Eleuteria, Anamaría y todos los que viven en esa casona donde se comparte el baño, la cocina, el patio… hasta los piletones para lavar la ropa, saben que son parte de una familia heterogénea viviendo en un hogar común.
















El Turco y el Ruso


El crecimiento de la marea migratoria provocada por la Gran Guerra trajo hasta nuestro país a infinidad de inmigrantes. En el caldero donde se mezclaban nacionalidades, razas y credos, no era raro que se encontraran personas jóvenes procedentes de lugares del mundo tan distantes de nuestra Argentina quienes sin más familia que ellos mismos, comenzaran impulsados por su soledad y desamparo a formar lazos de amistad, la que sería a través de los años más sólida que el mismo acero.

Esta es la pequeña historia de dos muchachos, Yamil y Yosef. Ambos nacieron y crecieron en Tsarevo una pequeña aldea de pescadores, ubicada en la provincia búlgara de Burgas, sobre el Mar Negro. Ambos tuvieron que trabajar en lo único que podían: la pesca. Tsarevo era un pequeño villorrio, no más que un caserío de corto vecindario y sin jurisdicción propia. Sin embargo, era proveedor de exquisiteces marinas tales como el salmón, el esturión y, cuando llegaba la beluga a desovar, el caviar. Claro que el caviar, que en siglo XIV había sido tan abundante que era la comida de los pobres, en siglo XX sólo lo saboreaban los pudientes. Poco a poco iba creciendo en los muchachos sentimientos de cansancio, tedio y fastidio originados por el trabajo pesado y el escaso estipendio obtenido a cambio. Además la juventud no es paciente cuando la sangre les bulle en las venas y el terruño sólo les puede brindar un futuro sin futuro.

Yamil decidió viajar primero para probar fortuna al otro lado del mundo. Nada lo retenía en Tsarevo. Sus padres habían muerto, sus dos hermanos más pequeños fueron llevados por unos tíos y él se quedó a vivir con Yosef y su familia. Yosef si tenía ya una pequeña raíz que comenzaba a fijarlo en esa tierra tan sufrida. Zeitl, casi una niña, era lo único que podía retenerlo en Tsarevo. Pero ¡qué paradoja! pensar en ella era lo único que lo impulsaba a desarraigarse de ese lugar.

Apenas hizo tierra en nuestro país, en el mismo Hotel de Inmigrantes, Yamil se las ingenió para averiguar como podía llegar a la ciudad de Mar del Plata.
¿Por qué eligió Mar del Plata? Porque en el barco ya le habían mencionado nuestra ciudad y la posibilidad de conseguir trabajo fácilmente en la pesca. Pero durante el largo viaje Yamil tuvo un contratiempo que lo acercó a una familia de judíos otomanos que emigraron de Turquía para radicarse en el Uruguay. Resulta que alguien le robó el poco dinero que tenía y para poder subsistir vendió parte de sus escasas pertenencias a esta familia sefardí que no compartía con Yamil la misma fe religiosa pero sí el mismo deseo de “hacer la América”. En ese obligado intercambio comercial entre el joven y el patriarca de los otomanos, éste advirtió que Yamil era hábil en el ofrecimiento y en el regateo, condiciones indispensables para ser un buen comerciante. Se lo comentó al joven. Impensadamente comenzó a germinar en la mente del muchacho la idea de una vida de menos trabajo y más ganancia en el comercio que en la pesca. Después de todo si le iba mal como vendedor podría retomar su antiguo oficio de tratar de sacar del agua peces del mar.

Como llegó Yamil al conventillo no es importante, lo que importa es que una vez instalado en la pequeña pieza del fondo, en el piso alto, comenzó a probar fortuna en su nueva profesión. Progresó en poco tiempo y eso lo llevó a alquilar una pieza más grande en la planta baja, no para mudarse a un lugar más cómodo sino para usarla como depósito de su mercadería.
Como no le iba mal pensó que sería bueno llamar a Yosef para trabajar juntos, como en Tsarevo. Casi un año después de haberlo llamado, Yosef llegó a nuestra ciudad. No lo hizo solo. Junto con él viajaron Zeitel y la pequeña Rifka. Su amigo les cedió, de las dos piezas que había alquilado en el conventillo, la que estaba en la planta baja, esa donde guardaba su mercancía. Ya se iba a ingeniar Yamil para acomodar las baratijas que le daban para vivir.

Yosef y los suyos trajeron sus escasas pertenencias dentro de una cajón grande, forrado en cuero. Este cajón sirvió al principio como mueble multiuso de la familia: fue sillón, mesa y cuna para la nena. Con el tiempo remplazaron el catre donde dormía el matrimonio por una cama de hierro, más tarde incorporaron un mueble que servía tanto de aparador como de cómoda y así, poco a poco, las condiciones de vida mejoraron para el matrimonio.

Ni Yamil ni Yosef nunca se habían preocupado por manejar correctamente el idioma español pero lo comprendían y se hacían entender muy bien. Vendían en forma ambulante artículos pequeños, conjuntos de chucherías y baratijas de poca monta, como botones, agujas, cintas, peines, etc. Luego añadieron artículos de tocador, algo de ropa blanca, un poco de ropa interior. Más tarde, incorporaron prendas de vestir, tanto para niños como adultos, mujeres y hombres, telas por metro.
Transportaban sus mercancías al hombro. Iban de una casa a otra ofreciendo sus artículos, que eran cada vez más variados. Tenían sus clientes fijos. Su principio comercial, invariable desde un comienzo, ha sido la venta a plazos. Es que ambos comerciantes necesitaban sentir, en esa Mar del Plata apacible, sosegada, tranquila de los años 30 y 40, la incertidumbre de una subsistencia insegura.


Todas las tardes, a eso de las seis, desde hace más de dos décadas, Yamil y Yosef van al bar de Constante. Charlan sobre sus ventas, toman café con anís y juegan al dominó. Hablan de sus proyectos. Piensan vender productos a plazos a sus paisanos para que salgan a ofrecerlos por los pueblos de la provincia. Además ya sienten que es momento de añadir a la venta de ropa interior y frazadas, algo de joyas y relojes.

Y así hablan y hablan. No les preocupa ser escuchados por oídos indiscretos. Todas sus conversaciones son in-entendibles.
Al encontrarse en el bar se dicen:

- ¡Que diyo? (¿Qué dices?)
- ¡Tadrada buena! (¡Buenas tardes!)
- ¡Jaberes buenos! (¡Buena suerte tengamos!)

Cuando se acerca la chica a traerles el café:

- Soilema por la Zulema! (Silencio por la empleada)
- Mimilás (¡No hablés!)
- Cavés alegres! (A modo de brindis con el café deseándose mutuamente bendiciones)

Cuando dejan el bar, contentos quizás por los buenos negocios hechos en el día o con la posibilidad de hacerlos en el futuro, ambos hombres se dan la mano y sentencian con una sabiduría atávica:

- Ken paga el peshkado de adelantado se lo kome fediendo. (Quien paga por adelantado la mercadería debe aceptar lo que le den)

- Kuando el pishkado está en la mar, no invites djente a senar. (Cuando el pescado está en el mar, no invites gente a cenar)

- ¡Kualo dices, kualo kieres! (¡Lo que dices, lo qué quieres!


Los amigos siguen jugando, sorbiendo su anís, satisfechos de su presente, confiados en su porvenir, expresan su bienestar de esta manera:

- ¡Esto es Ganéder! (¡Esto es el Paraíso!)
- ¡Oj, Oj, Oj! (¡Qué satisfacción!)

Terminan su café y su anís. Guardan las fichas de dominó en su caja que le dejan a Constante en custodia y se retiran hacia el conventillo. Se dirigen juntos a la pieza de Yamil, que vive solo, nunca se casó. Hacen las cuentas del día, se reparten algún dinero, dejan otro tanto para aceitar la rueda de la cuenta corriente que tienen con los mayoristas que los abastecen y luego cada cual se va a su pieza, no sin antes saludarse mutuamente con una:
- ¡Nochada buena! (¡Buenas noches!)

En el conventillo, en el bar de Constante, en el barrio se los conoce como ‘el turco’ y ‘el ruso’. No lo son. Ambos nacieron en Bulgaria. Ambos profesan distinta fe y son más que amigos. Desde que llegaron a la casa de vecindad han estado gozando una vida tranquila. En este caldero de razas y credos religiosos nunca el diablo ha podido meter su cola. El conventillo - todo conventillo - es lo que debiera ser la sociedad humana: cuna de paz y amor entre los hombres.



¡Lo qué debería ser…!







Nota de la Escritora:

Traducción al diálogo de Purrín con su madre, Doña Filomena, y su padre; Don Peppino:

Filomena: -“Salvatore, vení qui che dovete andare a scuola”
Purrín: -“Non codere mamma, ¿non vedi che sto giocando a calcio?”
- "Salvador, venga acá que tiene que ir a la escuela"
- "No joda mamma, ¿no ve que estoy jugando al fútbol?"


Filomena: -“Salvatore, figlio da puta, lascia la palla e andare a scuola. Sarai un asino. Basta saper calciare come un mulo. Vagabundo, farabutto.”
- "Salvador, hijo de puta, deje la pelota y vaya a la escuela. “Usted será un burro. Le basta saber patear como una mula. Vago, canalla”.

Purrín: -“Va via vecchia. Vai alla cuccina e non cazzo”
- “Desaparezca vieja. Vaya a la cocina y no joda”


Peppino: -“Lo ho mangiato, si, ¡e’te garantisco que no lo poeto digierire! ¡Mascalzone! La povera mamma non puó esere ma la sunsa. ¿Perque tu non vai a scuola?”
- "Me he enterado, sí, ¡Y le aseguro que no lo puedo entender! ¡Atorrante!! La pobre mamma no puede hacerse más la sonsa. ¿Por qué usté no va a la escuela?”

Peppino:-“¡Porca Miseria!, tua mamma ha ragione, sei uno sciocco. Lei mi dice e io devo sfidare te”.

- "¡Porca Miseria. Su mamma tiene razón, usté es un tonto. Ella me cuenta y yo tengo que ponerlo en vereda”.

Peppino: -“Non parlare piú perché tu va mangiare una racioncita di gnocchi ma’ senza salsa…”
- "No hable más porque se va comer una bola de ñoquis pero sin salsa”

Peppino: -“Domani sarai un pazzo se non andare a scuola… pigro, inutile…”
- "Mañana será un tonto si no va a la escuela... perezoso, inútil...”

Peppino: -“Lei ha rubato calze della sua povera mamma. ¿Per che cosa? Per fare una palla da calcio”.
- "Le ha robado los calcetines a su pobre madre. ¿Para qué? Para hacer una pelota de fútbol. "

Peppino: -“Perché il Beto non è un barbone inutile pigro come te”.” Gli studi per tutta la settimana e giocare Domenica”
- “Porque el Beto no es un zángano inútil vago como usté", "Él estudia toda la semana y juega el domingo”

Peppino: -“Lasciare la palla, prendi i libri che non mordono. Ma se non si vuole studiare, mascalzone, andare al porto a lavorare con i suoi fratelli”
- "Deje la pelota, agarre los libros que no muerden. Pero si no quiere estudiar, atorrante, vaya al puerto a trabajar con sus hermanos”.
Publicado por Sara Garfinkel Escritora en 13:29
Etiquetas: amor sin futuro, conventillo, inmigración, lavanderas, Mar del Plata, solidaridad
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